Suspence en el cañaveral
#1
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Hoy comparto con ustedes una corta historia llamada "Suspence en el cañaveral" que se encuentra junto a otras varias en las páginas de un libro de Ángel Palomino, cuyo nombre es el mismo. Ciertamente al leerla disfruté mucho de la atmosfera que va creando conforme avanza, para finalmente llegar a un desenlace inesperado, que si bien, no es el que yo hubiera querido, no me dejó inconforme. Leanla y espero la disfruten
 



Los tres miserables abandonaron el polvoriento camino sin dejar de correr. El miedo y la fatiga amenazaban abatirlos.
 Juan era el mayor. Tenía también mayores bríos. Y más destreza; estaba muy baqueteado; no era su primera huida. Poseía vista e instinto de lince para encontrar caminos desenfilados, veredas perdidas, alcantarillas semiocultas por la maleza. Suya fue la idea de romper el tejado para intentar la fuga mientras sus perseguidores permanecían indecisos sin atreverse a forzar la puerta. Aquello les valió una ventaja de ocho preciosos minutos; ocho minutos en que el miedo hizo prodigios de velocidad.
  La jungla enana de un cañaveral sirvió de refugio a los fugitivos. Carlos lloraba; Manolo ni llorar podía. Un dolor agudísimo le mordía el costado izquierdo haciendo huir la sangre de su rostro desencajado. Sus dos compañeros se hallaban también al borde de la lipotimia. Sólo el pánico había sido capaz de darles fuerzas para no caer antes de alcanzar aquel pequeño refugio.
  Las ranas asustadas se sambulleron en el remanso que allí formaba el riachuelo; las lagartijas, telegramas verdes, desaparecieron veloces, disparadas en distintas direcciones; los pájaros volaron sobre las claras aguas serranas y se posaron el los álamos de la orilla opuesta. El miedo había llegado al cañaveral poniendo una hilera de puntos suspensivos en la vida de los animalejos que lo habitaban.
  - Callate ya, imbésil del demonio- ordenó Juan a Carlos, que continuaba llorando sus terrores con la cara pegada a la hierba.
  - ¡No lo vuelvo a hacer más! ¡Ni por mil duros lo vuelvo a hacer otra vez! - empezó a lamentarse Manolo que, al fin, tras el breve respiro, había logrado recuperar la voz -. Me buscaré novia, y la llevaré al futbol todos los domingos.
  - ¡Cierra el pico tú también, imbécil! - Juan estaba irritado. - ¿Queréis que nos descubran?
  - ¡Tú tienes la culpa; tú, cerdo!
  Carlos soltaba el chorro de su indignación con los dientes apretados. Juan empezó a sonreír. Era una sonrisa dolorosa la suya; de hombre que se burla de las flaquezas de sus compañeros de cautiverio; de condenado que compadece a los que forman el pelotón que lo va a fusilar.
  - Te voy a pegar un guantazo como no dejes de hablar.
  El miedo había hecho surguir aristas de enemistad y de odio entre los tres amigos. Juan sonrio una vez más.
  - La proxima vez llevaré a dos hombre y no a un par de niñitas histéricas como vosotros. Os quedaréis con vuestras mamaítas.
  - Me quedaré con mi mamaíta o con tu tía - Resongó Manolo -, peropuedes estar seguro de que no volverás a pescarme para esto.
  De pronto, el cañaveral, que empezaba a reanimarse, quedó mudo otra vez. Ranas, pájaros y lagartijas hicieron funcionar sus dispositivos de alarma; sólo las hormigas, ajenas al pequeño drama, continuaron trabajando con su eterno afán de burras inteligentes. No muy lejos habían sonado gritos. Eran esos gritos imprecisos que suenan cuando las malas pasiones andan sueltas. Gritos de incendiario; gritos de gente cobarde que se pone del lado de la Guardia Civil para cazar a un infeliz que ha robado tres sandías; gritos de turba que anda buscando a un cura para crucificarlo.
  - ¡Al que hable ahora lo mato! - amenazó Juan sacando una faca de medio palmo.
  Pero los miedos grandes pueden con los miedos pequeños. Carlos se abalanzó sobre él y arrebatándole el arma la arrojó al río.
  -¿Quieres que nos despedacen si te ven con eso en la mano?
  - ¡Silencio! - La voz de Manolo era como un grito de angustia ahogado por una mordaza -. ¡Ya están ahí!
  Se aplastaron sobre la humeda tierra, en lo más espezo del cañizar. A Juan se le estaba clavando en el pecho algo, un tallo de caña rota quizá, pero no quiso rehuir su contacto; por el contrariose apretaba contra él como si desease padecer aquel pequeño sufrimiento; como si a cambio de él conjurase otros mayores; como si mediante la materialidad de aquel dolor voluntario experimentase la sensación física, tangible de su libertad y de que no sucedía aún nada peor. Ni él ni sus compañeros jadeaban ya; respiraban apenas.
  Los gritos se oían mas cerca. Sonó una risa de mujer. Aquello aflojó un tanto la tensión de los tres cuerpos indefensos. Juan pudo comprobar que la caña le había erosionado ligeramente la piel a través de la camisa y pensó que fue una tontería causarse aquel dolor innecesario. Un hombre gritó:
  -¡No pueden andar lejos! ¡Tienen que estar por aquí!
  - ¿Que sea la Guardia Civil y acabemos de una maldita vez!
  - ¡Una vela de medio kilo llevaré en la procesión de la virgen del Remedio si es la Guardia Civil! - Ofreció Carlos lloriqueando.
  - ¡No tendremos esa suerte!
  Si era o no era la Guardia Civil se quedaron, de momento sin saberlo. Los gritos se alejaron y volvio el silencio. En el aire, como la cola de un cometa, fue, poco a poco, extinguiéndose el fandango canturreado por la misma mujer que momentos antes les alentara con su risa.
  - Tengo sed - se lamentó, quejumbroso, como siempre, Carlos. Juan empezó a reir a carcajadas.
  - Eso sí que es graciosos. El nene tiene sed a la orilla de un río...
  Pero la risa se le quebró antes de llegar a saborearla. Ahora el peligro volvía y esta vez era seguro. Oyeron el rumo, como un galerna, de los perseguidores. Se advertía cierto orde; el orden de los que han tomado el asunto en serio, de los que no están dispuestos a dejar escapar a su presa, el orden de los ejercitos o, al menos, el semiorden de las partida de bandoleros o de las manifestaciones tumultuarias dirigidas por agitadores expertos.
  Juan, de rodillas, miró, a la luz indecisa del crepúsculo que se iniciaba, hacia el lugar de donde llagaban los gritos.
  - ¡Traen antorchas! No están dispuestos a dejarnos escapar ni aunque se haga de noche. ¡Dios mio, traen antorchas!
  Y la palabra "antorcha" tenía, en sus labios, un signo trágico, inexorable.
  Estaban tan cerca que hasta se oían conversaciones que nada tenían que ver con la persecución. Alguien pedía lumbre de una antorcha para su pitillo y otro le amenazaba con chamuscarle el bigote. Sonó la voz del alcalde y, despues la del alguacil que solo decía "sí, seños, sí, señor"
  - Vosotros cruzáis el río por allí abajo con Serafín. - Serafín era el alguacil -. Nosotros registraremos el cañaveral. ¡Pero mucho cuidado! ¡Los quiero vivios! ¡No vayais a hacer el burro!
  - ¡No lo haré más, no lo haré más! - gimoteó Manolo con voz casi imperceptible.
  Carlos no hablaba; miraba a su alrededor con lo ojos enormes del miedo. Juan, olvidando su sonrisa, se santiguó y empezó a rezar el Señor mío Jesucristo, pero las ideas se atropellaban de tal forma en su cerebro que no paraba de repetir una y otra vez:
  - Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero... Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero... Señor mío Jesucristo...
  Comprendía que esta oración de pecador en peligro resultaba quizás exagerada. Él, al menos, quería convencerse de que era exagerada.
  Ya estaba en el apicentro de la conmoción. Es decir, ellos habían sido desde el primer instante el epicentro. El pueblo era un lugar tranquilo, con sus casas blancas desparramadasa lo largo de un claro afluente del Guadalquivir; con sus treinta y dos chimeneas fabriles y sus doscientas vacas lecheras; con su placita de toros, su campito de futbol, sus viejas con aire de brujas  y sus mocitos oliendo a carburante de tractor, a pan tierno, a establo, a motocicleta. Y, de pronto, habían llegado ellos tres a turbar la calma, a desencadenar el infierno.
  Ahora, con la llegada de los perseguidores, el terremoto, despistado momentaneamente, volvía a encontrar su epicentro y se disponía a aplastarlo con la tremenda y redundante naturalidad de los fenómenos telúricos: naturalmente.
  Juan fue el primero en saltar. Se puso en pie tan pronto estuvo seguro de que iban a ser cazados de un momento a otro.
  - Bueno, ya nos tienen, estamos aquí! - gritó con voz pálida, sin matices, como el rostro blancoo de miedo.
  Un clamor de victoria recorrió el agitado cañaveral. Se alzaron palos amenazadores; alguna que otra navaja hizo repiquetear siniestramente sus resortes.
  - ¡Criminales! ¡Matemoslos a los tres aquí mismo y que se los lleve el río...! ¡Que ardan vivos en la plaza...! ¡Que los chiquilllos los maten a cantazos!
  - ¡Ya os tenemos, partida de cornudos! - dijo el alcalde apoyando la jerárquica contera de su bastón contra el pecho de Juan y empujando hasta hacerle daño.
  El clamor iba creciendo de segundo en segundo. Yse acalló de pronto.
  - ¡Los civiles!
  El sargento Sanjulián se acercaba al trote largo de su caballo grande, lucido y negro, seguido de dos guardias también montados, serios, erguidos, geométricos.
  - ¡Ahí los tenemos, sargento Sanjulián!- gritaron al verlos llegar, disimulando su desilusión.
  Los propósitos de la multitud gracias a la llegada del Orden y la Ley a caballo, eran menos radicales, más jurídicos, si así puede decirse.
  - ¡A la cárcel con ellos, señor sargento! ¡A trabajos forzados para toda la vida! ¡Átelos con una buena soga y encierrelos com siete llaves para que no puedan volver a hacer de las suyas! ¡Al cuartelillo!
  - ¿Usted queé pinta en todo esto?- preguntó el sargeto al alcalde.
  - Aquí los tienen ustedes- repuso el homnre avasivamente - Hagan con ellos lo que haya de hacerse.
  - ¡Nos quieren matar, comandante!- exclamó Juan -. ¡Sáquenos de aquí ahora mismo!
  - ¡Fuera todo el mundo!- gritó el sargento -. ¡Que nadie toque a estos hombres; están bajo mi custodia! Y usted- añadió dirigiéndose al alcalde-, más le valdría haberse quedado en el Ayuntamiento. Veremos qué opina el señor gobernador.
  Alguien corrio la voz de que Sanjulián había prometido esposarlos  y condicirlos al trote hasta el calabozo atados a su montura. No obstante, los perseguidores se disgregaron despacio, decepcionados, como si les hubiesen quitado algo muy suyo.
  - ¿Tienen ustedes un cigarro?- pidió Juan-. Como hemos tenido que salir huyendo así...
  Aludía a su ropa de árbitro, a su uniforme deportivo absurdamentenegro con el que quizá se pretende prestar un aire curialesco a la función arbitral.
  - Vamos- ordenó el sargento haciéndose el sordo-; he podido recuperar sus ropas. En  el momento mismo en que esos animales hacían astillas la puerta de la caseta, llegué yo y las pude coger; iban a quemarlas. Luego nos hemos tenido que entretener en sacar a los del equipo forastero y meterlos en el autobús... Vamos al cuartel; allí se vestirán y nos iremos a la estación. No me fío del taxista; es muy aficionado al fútbol.
  - Le he pedido un pitillo por favor- repitió Juan al tiempo que se ponían en marcha, ante los caballos, con sus dos compañeros.
  - Si me pidiese pan y aguase lo daría- contestó el sargento secamente-, pero el tabaco no lo comparto más que con los amigos.
  Formaban un grupo inverosímil: tres hombres nada atléticos, desprovistos de gracia y de garbo, con las piernas al aire, luciendo su traje medio de atleta medio de alguacil antiguo; detrás, a caballo, el comandante del puesto y sus dos hombres; detrás, el polvo del camino formando una neblina anaranjada sobre la raya del horizonte apenas iluminado por el crepúsculo. Haría falta una nueva promoción de pintores realistas, que acostumbrasen a nuestros ojos a la nueva plástica de los golpes, los árbitros y los aficionados vociferantes; una promoción de píntores dramáticos capaces de reproducir cuadros como el que formaban aquellos seis hombres  sobre el polvo rural de Andalucía.
Los componentes del equipo arbitral iban serios, molestos por aquel caminar como de preso y por la irreprochable sequedad del benemérito.
- Pronto me van a pillar otra vez para esto- afirmó Manolo que no perdía el son de su arrepentmiento.
- Eso decia yo al principio- Juan sonreía abiertamente tratando de olvidar el tabaco-, Yy aquí me tienes, con treinta y dos años, dandole al silbato.
- Y aguantando...  Si tu madre asistiese a un sólo partido se moriría de vergüenza.
- No hay que tomar así las cosas; yo le tengo afición a esto y no pienso dejarlo. Ni tú tampoco muchacho.
- Pues yo que usted, lo dejaría -; para este oficio hace falta mucha vista, y si usted dice que aquello fue penalty es que le hacen falta unas gafas como las ruedas de un carro.
- Aquello fue penalty, señor guardia; el defensa derecho sujetó el balón con la mano y el defensa central agarró a un jugador contrario con las uñas...  Todo a dos metros de la portería.
- Eso lo dirá usted...
- ¡Cállese, Romeral! -ordenó el sargento Sanjulián -. ¡No fue penalty, pero le prohíbo discutir esas cosas en acto de servicio, y menos estando yo delante!
- ¿Usted tampoco vió el penalty? -Prehuntó Manolo airado.
- Ya estamos llegando al pueblo -cortó el sargento haciéndose el sordo otra vez-. Pónganse entre los caballos, delante de los guardias y detras de mí, no vaya a salir algún gracioso...

El tren se detuvo solo un minuto, pero a los tres fugitivos les sobró tiempo. El sargentolos acompañó hasta la entrada del vagón y se cercioró de que no subía al tren ningún vecino peligroso. Pese a su brevedad, la espera, como siempre, se hizo larga. Juan se creyó obligado a decir algo; aunque fuese algo tan tontaina como aquello:
- Bueno, tanto gusto.
- ¡Tanto gusto, tanto gusto... ! -rezongó Sanjulián-. ¡Si no estuviese de servicio ya te diría yo a ti tanto gusto, arbitrillo... !
Había mucho ruido de vapor que se escapa, de tren que se arranca, de silvidos...  Nadie lo oyó; ni Juan, seguramente.


Autor:Ángel Palomino
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