Las pequeñas mentiras "corrompen" al cerebro.
#11
Siempre hay que diferenciar lo que son las mentiras sanas de las que son una patología como lo que les ocurre a las personas que son mentirosas compulsivas o incurren en, como dices tú por inseguridad, comportamientos tipo barón de Münchausen. 
El llamado síndrome de Münchausen. Una alteración en la que el paciente miente de forma patológica y finge con todo tipo de detalle sus dolencias para llamar la atención y recibir el cuidado de las personas que le rodean.

Por otra parte en este artículo se habla justamente de lo que ocurre si nos ceñieramos a la honestidad como forma de vida:

Si se analiza la realidad social, se puede concluir que el embuste es necesario para mantener las relaciones, pues decir siempre la verdad a todos puede ser una gran causa de dolor, la mayoría de las veces gratuito. Entonces, si todo el mundo miente, ¿por qué se loa siempre la sinceridad y no se defiende la mentira?


Un ejercicio mental: imagine un “día sincero”. Piense qué ocurriría si mañana, desde que se despierta hasta que se va a dormir, les larga a todas las personas con las que habla lo primero que se le viene a la mente. Fantasee con la idea de decirles a sus jefes, a su pareja, a sus compañeros de trabajo, a sus amigos, a sus padres o a sus hijos todo (absolutamente todo) lo que piensa de ellos…

Se trata de un experimento mental y teórico. Nadie debería llevar nunca a la práctica un ejercicio como este. Las consecuencias serían desoladoras por la inmensa cantidad de dolor que se crearía. Ya lo advierte una frase popular: “Si se pudieran oír todos nuestros pensamientos, nos mataríamos entre nosotros”.

La mentira es, a veces, la mejor opción a la hora de comunicarse con los demás. Una de las razones de esta necesidad es que la verdad constante acabaría hundiendo a todo el mundo en la tristeza. Al recordar continuamente a los que nos rodean sus carencias y frustraciones, los defectos que no pueden reparar, les impediríamos mantener el optimismo necesario para el día a día. El escritor francés Anatole France decía que “la humanidad tiene necesidad de la verdad; pero tiene aún más necesidad de la mentira, que la adule, la consuele, le dé esperanzas ilimitadas. Sin la mentira, perecería de desesperación”.

El autoengaño es adaptativo porque nos lleva a superarnos al creernos mejores de lo que somos. Por eso existe un acuerdo social que dice que no hay que dejarse llevar por la ira descontrolada: aun enfadados, hay verdades que no se dicen. Dar ciertos datos cuando eso sólo va a servir para hundir al interlocutor es siempre un acto egoísta. Cuando una persona decide contarle a su pareja una infidelidad, cuando alguien narra a su amigo su éxito en alguna actividad en la que este ha fracasado o cuando le recuerda a un subordinado que tiene un defecto incorregible se está siendo egocéntricos. Justificamos como amor a la verdad el deseo de liberación, venganza o alivio del mal humor.

Además, la mentira ayuda a que la vida sea más interesante. Intentar decir continuamente la verdad y ceñirnos a los hechos nos llevaría a discusiones interminables sobre pequeñas cuestiones cotidianas. Es lo que les ocurre a aquellos que han perdido la capacidad de autocontrol necesaria para el disimulo. Las personas alcohólicas o que sufren otras toxicomanías, por ejemplo, hacen girar todas sus conversaciones en torno a detalles insignificantes debido, en parte, a su necesidad de certidumbre.

Dosificamos la verdad para poder tener una vida compleja. De hecho, encontrar el momento y la ocasión para establecer un tipo de comunicación sincera, íntima, cordial o, incluso, descarnada, es parte de la vida social. No ocurre sólo con los seres humanos: los primatólogos Richard Byrne y Andrew Whiten postularon hace unos años la llamada “hipótesis de la inteligencia maquiavélica”. Según estos investigadores, el papel que desempeñó la mentira en la vida social de los primates contribuyó en gran medida a la rápida expansión de su inteligencia. Es decir: disimular, contar ciertas cosas a unos y no a otros y graduar la información en función de las circunstancias es parte de la inteligencia interpersonal.

A veces, topamos con personas que parecen ignorar ese valor positivo de la ocultación y tienden a decir verdades aunque sólo sirvan para crear dolor. En un momento de la película Magnolias de acero, las amigas de Shirley MacLaine le sugieren que acuda a un centro de salud mental para trabajar su forma de relacionarse con los demás. Ella responde con lo que podría ser el lema de muchas personas: “Yo no estoy loca. Lo que me pasa es que llevo 40 años de mal humor… y lo demuestro”.

Habitualmente, estos individuos ponen su “excesiva sinceridad” como excusa del dolor que generan en los demás. Cuando aseveran de forma hiriente o sacan información en momentos improcedentes se justifican hablando de integridad.

En general, es una táctica vital que no suele durar demasiado tiempo: en cuanto alguien es “excesivamente sincero” con esas personas supuestamente honradas, los individuos así se dan cuenta de que es una estrategia de comunicación insostenible. La idea de que decir siempre la verdad es una estrategia ética se deshace… cuando los demás empiezan a decirnos la verdad a nosotros.

De hecho, si el lector tiene alguna vez la tentación de proponer la honestidad total como estrategia de comunicación, sólo tiene que realizar el experimento del principio de este artículo en sentido contrario. Proponga a los que le rodean un “día sincero” en el que le digan todo lo que piensan de usted. Si tiene la desgracia de que alguna persona haga uso real de ese día, se le quitarán para siempre las ganas de que la comunicación humana sea completamente sincera.

El embuste es necesario. Entonces, ¿por qué estamos rodeados de elogios de la sinceridad? ¿Por qué tan pocas personas defienden la mentira, el cemento que sustenta nuestras relaciones?

Esta paradójica defensa cultural de la honestidad en un mundo mentiroso se puede explicar desde la antropología. Para investigadores como Marvin Harris, un fenómeno social tiene dos versiones: la de los participantes en esa cultura (lo que él llama punto de vista EMIC) y la de los observadores externos (el punto de vista ETIC).

Lo más importante de esta dicotomía es el hecho de que los dos puntos de vista no tienen por qué coincidir. Los miembros de la sociedad pactan adoptar una forma de ver cada fenómeno que no tiene por qué corresponder con los datos reales. En el tema de la falta de sinceridad, un investigador que adopte el punto de vista ETIC recogerá cifras y llegará a la conclusión de que es una práctica tremendamente extendida. Por ejemplo, Pamela Meyer, una de las grandes expertas en psicología de la mentira, llega a la conclusión de que mentimos en torno a cien veces al día. De hecho, según esta psicóloga, las relaciones se basa en falsedades, porque cuando conocemos a alguien –el momento en el que cimentamos la imagen ante el otro– alcanzamos la prodigiosa velocidad de tres mentiras cada diez minutos…

Sin embargo, un analista que enfoque el tema desde un ángulo EMIC, preguntando a los miembros de nuestra cultura qué tipo de comunicación preferimos, llegará a la conclusión de que somos una sociedad honesta que se basa en la verdad. La ficción de que fomentamos la “brutal honestidad” que demandaba el doctor House en su serie televisiva está presente en el imaginario colectivo y a veces es difícil de erradicar.

Por suerte, existe un fenómeno humano que contrarresta esa cándida visión EMIC: la empatía. La sinceridad dañina tiene que ver con la incapacidad de ciertas personas para salirse de sí mismas. Las personas más egocéntricas tienden a hablar y actuar en función de sus propias necesidades psicológicas, sin intentar adaptarse a las circunstancias.

Sin embargo, el resto puede solventar el problema respondiendo a una simple pregunta antes de pasar a la acción: “¿Cómo me sentiría yo si alguien fuera tan sincero conmigo?”. Sentimos las mismas emociones que nuestros interlocutores (tristeza, ira, decepción, etcétera), y es sano plantearse qué experimentaríamos nosotros si fuéramos los oyentes antes de soltar “una verdad”.

“Mentir es una prueba de empatía. Los perversos y los psicóticos no mienten porque los demás no les importan nada”, decía el psiquiatra francés Boris Cyrulnik. En el mundo actual, como decía House, “todos mentimos”. Los más honestos son los que intentan usar esos embustes para evitar el dolor ajeno más que para beneficio propio.

Fuentes: Muy interesante y Magazine digital


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