19-12-2020, 08:14 AM
Antes todos decían que yo era un loco, y yo les decía que no, que yo sólo había sido un mago que jugaba con lo de arriba, lo de abajo y lo del centro.
Cuando aprendí lo suficiente de la magia de la vida como para poder vivir de acuerdo a ella, la suma sacerdotisa se me apareció en sueños, susurrándome los secretos que me ayudaron a encontrar a mi amada emperatriz y convertirme así en emperador, dominar la materia y asegurar el orden y la estabilidad.
Lo malo fue cuando el hierofante me llamó aparte un día, y me habló del riesgo que corren siempre los amantes, dejar que los sentimientos se los lleven por delante hasta que pierden las riendas de su carro. Me habló tanto sobre la necesidad de la justicia que decidí, por un tiempo, convertirme en ermitaño para meditar a solas sobre las idas y venidas de la rueda de la fortuna.
Yo, que creía tener toda la fuerza que me hacía falta, me di cuenta de repente y con horror de que en realidad era una suerte de colgado, con mis pies tocando el cielo y la cabeza demasiado en la tierra.
¡Vivir en una ilusión! Todo lo que había hecho, todo lo que había pensado no eran más que andanzas en círculos infinitos, que a ninguna parte conducían. La desesperación me pudo y le supliqué a la muerte que viniera en mi auxilio, mas ésta no apareció. La llamé durante mucho tiempo, hasta que un día descubrí que la espera me había otorgado el don de la templanza, la guía que hace que el alma sea imperturbable, aunque el diablo esté cerca tratando de condenarte con promesas, intentando encerrarte en esa torre desde la cual no podrás nunca alcanzar tu propia estrella.
No, yo seguí mi propio camino, dejando que la luna y el sol iluminaran el camino que, eventualmente, me conduciría a emitir un juicio justo sobre el mundo.
Soy el emperador loco, el mago ermitaño, el amante al que zarandeó el mundo y al que la rueda de la fortuna apartó de su emperatriz.
Sueño con sacerdotisas e hierofantes que discuten con el diablo sobre el sol, la luna y las estrellas, sobre el mundo y sobre la justicia.
Y yo les escucho, pensando en la fuerza que hay que tener para no dejarnos arrastrar hasta la muerte, para no emitir nuestro propio juicio y condena, para que la templanza no se nos escape en aquellas ocasiones en que nos sentimos atrapados en una torre sin ventanas, colgados de nuestras propias pasiones.
No, yo conduzco mi propio carro.
Cuando aprendí lo suficiente de la magia de la vida como para poder vivir de acuerdo a ella, la suma sacerdotisa se me apareció en sueños, susurrándome los secretos que me ayudaron a encontrar a mi amada emperatriz y convertirme así en emperador, dominar la materia y asegurar el orden y la estabilidad.
Lo malo fue cuando el hierofante me llamó aparte un día, y me habló del riesgo que corren siempre los amantes, dejar que los sentimientos se los lleven por delante hasta que pierden las riendas de su carro. Me habló tanto sobre la necesidad de la justicia que decidí, por un tiempo, convertirme en ermitaño para meditar a solas sobre las idas y venidas de la rueda de la fortuna.
Yo, que creía tener toda la fuerza que me hacía falta, me di cuenta de repente y con horror de que en realidad era una suerte de colgado, con mis pies tocando el cielo y la cabeza demasiado en la tierra.
¡Vivir en una ilusión! Todo lo que había hecho, todo lo que había pensado no eran más que andanzas en círculos infinitos, que a ninguna parte conducían. La desesperación me pudo y le supliqué a la muerte que viniera en mi auxilio, mas ésta no apareció. La llamé durante mucho tiempo, hasta que un día descubrí que la espera me había otorgado el don de la templanza, la guía que hace que el alma sea imperturbable, aunque el diablo esté cerca tratando de condenarte con promesas, intentando encerrarte en esa torre desde la cual no podrás nunca alcanzar tu propia estrella.
No, yo seguí mi propio camino, dejando que la luna y el sol iluminaran el camino que, eventualmente, me conduciría a emitir un juicio justo sobre el mundo.
Soy el emperador loco, el mago ermitaño, el amante al que zarandeó el mundo y al que la rueda de la fortuna apartó de su emperatriz.
Sueño con sacerdotisas e hierofantes que discuten con el diablo sobre el sol, la luna y las estrellas, sobre el mundo y sobre la justicia.
Y yo les escucho, pensando en la fuerza que hay que tener para no dejarnos arrastrar hasta la muerte, para no emitir nuestro propio juicio y condena, para que la templanza no se nos escape en aquellas ocasiones en que nos sentimos atrapados en una torre sin ventanas, colgados de nuestras propias pasiones.
No, yo conduzco mi propio carro.
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