24-05-2019, 05:48 PM
CAPÍTULO I
La mañana había sido tranquila en el valle de Aurend. Toben pudo dormir toda la noche al raso sin tener que prestar demasiada atención a los alrededores, gracias a que se trataba de una zona apenas transitada y de difícil acceso. Además, en los últimos años los avistamientos de bestias eran poco frecuentes y el fuego de la hoguera solía ser suficiente para disuadirlas de llevar a cabo cualquier ataque nocturno.
Por ello, el joven caballero partió hacia Salustorm de buen humor, silbando y permitiendo que la montura llevara un ritmo sosegado. Atravesó la arboleda del Conde Maraxen y a media mañana hizo un alto en uno de los caseríos situados en sus lindes. Se aprovisionó con algo de cecina y agua antes de continuar su camino, que lo llevaría al atardecer a orillas del río Svalar. Tras cruzarlo en uno de sus meandros menos profundos, decidió hacer noche en la ciudad de Káragan, famosa por albergar la Posada de las Rosas, establecimiento que había ganado su fama gracias a su distinguida clientela, trato profesional y comida exquisita. Desafortunadamente, Toben había sido nombrado caballero hacía apenas un par de días y la cuota que debía pagar a su señor por tal honor era cuantiosa y su familia apenas si podía permitirse prescindir de un solo áureo. Pasó de largo la posada para internarse en los establos. Por un par de monedas encontró un espacio entre la paja húmeda y maloliente.
Un caballero durmiendo en un jodido estercolero. ¿Qué me diferencia de un aldeano o de un siervo? La armadura, la maldita armadura y el escudo de armas que aún no he podido pagar.
Toben se removió incómodo en la cuadra, tratando de conciliar el sueño mientras escuchaba el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado. De vez en cuando, una gota de lluvia lograba filtrarse y caer sobre su bruñida armadura de metal. El sonido le habría hecho enfadar en cualquier otra circunstancia, pero dado que se hallaba al borde de la extenuación, optó por hacer un último esfuerzo: cerrar los ojos y tratar de dormir.
La mañana siguiente se convirtió en la antítesis de lo ocurrido el día anterior. Tras despertar y abandonar los establos, decidió abandonar la ciudad para dirigirse a la capital de la comarca, ubicada veinte kilómetros al noreste. Para cuando hubo llegado a las inmediaciones de Ylindel, la luna se alzaba en el cielo una vez más.
— ¿Alguna novedad? —preguntó a uno de los guardias que vigilaban los portones de acceso en la entrada sur.
— Lo de siempre —el hombre, de barba hirsuta y aspecto hosco lo miró de arriba a abajo—. ¿Mercenario?
— ¿Mercenario? ¿Tengo pinta de ser una de esas prostitutas de la espada?
El guardia permaneció en silencio unos segundos.
— Voy a ser sincero contigo. No me gustan ni un pelo los tipos de tu calaña. Apestas a mierda de caballo, por lo que tu último baño debió de haber sido el día en que naciste del coño de tu madre, y por ese caballo desnutrido no te darían ni una comida caliente.
Si las miradas matasen, el guardia habría muerto de la forma más desagradable posible. No obstante, Toben tuvo que tragarse el orgullo y pagar el impuesto de entrada a la ciudad.
— ¿Mierda de caballo? Me cago en los dioses, ¿cómo se atreve a insultarme de esa...? —el caballero se detuvo un instante, para olisquear su atuendo. A continuación, masculló algo ininteligible antes de proseguir con la marcha.
Al llegar a los establos se encontró con el mozo de cuadras.
— Tres áureos por el caballo. Comida a parte.
— ¿Me estás tomando el pelo? ¡Una noche en la posada me cuesta la mitad de lo que pides!
— Tú decides. Pagar por dejar aquí el caballo o venderlo. Ya sabes cuáles son las normas en la ciudad.
Toben abrió muchos los ojos antes de posar su mirada en el que hasta entonces había sido su compañero de viaje.
— ¿C-Cuánto por él?
— Tal y como está, cinco áureos.
El caballero estuvo a punto de escupir un insulto. Sin embargo, logró contenerse justo a tiempo.
— Seis áureos, es un animal joven.
— Cinco, será joven, pero está enfermo y mal alimentado.
— Cinco y medio.
El mozo fue desviando la mirada del animal a su dueño, hasta que al poco tiempo habló:
— Trato hecho. Aquí tienes — le tendió las monedas y se llevó al animal, sin mirar dos veces atrás.
Sin caballo, sin escudo de armas, sin honor… solo me queda perder la maldita espada. ¡Solo eso, maldita sea!
El joven se dio la vuelta para dirigirse a la posada. Ya había sufrido suficiente aquel día y ahora que contaba con un poco de dinero en el bolsillo, planeaba darle un buen uso.
Al atravesar la puerta del establecimiento, las pocas almas que aún permanecían en la planta baja dejaron de lado las conversaciones para analizar al extraño que acababa de llegar a altas horas de la noche. En cuanto comprobaron que el tipo no tenía un aspecto amenazador, volvieron la vista para proseguir con sus asuntos.
— Una habitación, por favor —la posadera, que limpiaba unos utensilios desde el otro lado de la barra, no se molestó en saludarlo.
— Dos áureos con baño y comidas incluidas.
Toben entregó el dinero y siguiendo las indicaciones de la mujer, se dirigió a un pequeño patio situado en la parte trasera del edificio. Allí, pudo darse un baño de agua helada con el agua extraída de su pozo y quitarse la suciedad y pestilencia con una pastilla de jabón tan roñosa como él mismo. Una vez se hubo puesto la armadura, regresó al interior de la posada, no sin antes dedicar unos segundos a contemplar el cielo estrellado nocturno: seis de las doce lunas bañaban de una luz tenue el empedrado. El joven caballero no encontró en el cielo a la diminuta Erella. Sin embargo, no se desanimó, al menos no aún más: solía aparecer cuando uno menos se lo esperaba, para infundir valor a sus seguidores.
Cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido y se encerró en su dormitorio, despidiendo al que probablemente había sido su peor día en mucho tiempo.
La mañana había sido tranquila en el valle de Aurend. Toben pudo dormir toda la noche al raso sin tener que prestar demasiada atención a los alrededores, gracias a que se trataba de una zona apenas transitada y de difícil acceso. Además, en los últimos años los avistamientos de bestias eran poco frecuentes y el fuego de la hoguera solía ser suficiente para disuadirlas de llevar a cabo cualquier ataque nocturno.
Por ello, el joven caballero partió hacia Salustorm de buen humor, silbando y permitiendo que la montura llevara un ritmo sosegado. Atravesó la arboleda del Conde Maraxen y a media mañana hizo un alto en uno de los caseríos situados en sus lindes. Se aprovisionó con algo de cecina y agua antes de continuar su camino, que lo llevaría al atardecer a orillas del río Svalar. Tras cruzarlo en uno de sus meandros menos profundos, decidió hacer noche en la ciudad de Káragan, famosa por albergar la Posada de las Rosas, establecimiento que había ganado su fama gracias a su distinguida clientela, trato profesional y comida exquisita. Desafortunadamente, Toben había sido nombrado caballero hacía apenas un par de días y la cuota que debía pagar a su señor por tal honor era cuantiosa y su familia apenas si podía permitirse prescindir de un solo áureo. Pasó de largo la posada para internarse en los establos. Por un par de monedas encontró un espacio entre la paja húmeda y maloliente.
Un caballero durmiendo en un jodido estercolero. ¿Qué me diferencia de un aldeano o de un siervo? La armadura, la maldita armadura y el escudo de armas que aún no he podido pagar.
Toben se removió incómodo en la cuadra, tratando de conciliar el sueño mientras escuchaba el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado. De vez en cuando, una gota de lluvia lograba filtrarse y caer sobre su bruñida armadura de metal. El sonido le habría hecho enfadar en cualquier otra circunstancia, pero dado que se hallaba al borde de la extenuación, optó por hacer un último esfuerzo: cerrar los ojos y tratar de dormir.
La mañana siguiente se convirtió en la antítesis de lo ocurrido el día anterior. Tras despertar y abandonar los establos, decidió abandonar la ciudad para dirigirse a la capital de la comarca, ubicada veinte kilómetros al noreste. Para cuando hubo llegado a las inmediaciones de Ylindel, la luna se alzaba en el cielo una vez más.
— ¿Alguna novedad? —preguntó a uno de los guardias que vigilaban los portones de acceso en la entrada sur.
— Lo de siempre —el hombre, de barba hirsuta y aspecto hosco lo miró de arriba a abajo—. ¿Mercenario?
— ¿Mercenario? ¿Tengo pinta de ser una de esas prostitutas de la espada?
El guardia permaneció en silencio unos segundos.
— Voy a ser sincero contigo. No me gustan ni un pelo los tipos de tu calaña. Apestas a mierda de caballo, por lo que tu último baño debió de haber sido el día en que naciste del coño de tu madre, y por ese caballo desnutrido no te darían ni una comida caliente.
Si las miradas matasen, el guardia habría muerto de la forma más desagradable posible. No obstante, Toben tuvo que tragarse el orgullo y pagar el impuesto de entrada a la ciudad.
— ¿Mierda de caballo? Me cago en los dioses, ¿cómo se atreve a insultarme de esa...? —el caballero se detuvo un instante, para olisquear su atuendo. A continuación, masculló algo ininteligible antes de proseguir con la marcha.
Al llegar a los establos se encontró con el mozo de cuadras.
— Tres áureos por el caballo. Comida a parte.
— ¿Me estás tomando el pelo? ¡Una noche en la posada me cuesta la mitad de lo que pides!
— Tú decides. Pagar por dejar aquí el caballo o venderlo. Ya sabes cuáles son las normas en la ciudad.
Toben abrió muchos los ojos antes de posar su mirada en el que hasta entonces había sido su compañero de viaje.
— ¿C-Cuánto por él?
— Tal y como está, cinco áureos.
El caballero estuvo a punto de escupir un insulto. Sin embargo, logró contenerse justo a tiempo.
— Seis áureos, es un animal joven.
— Cinco, será joven, pero está enfermo y mal alimentado.
— Cinco y medio.
El mozo fue desviando la mirada del animal a su dueño, hasta que al poco tiempo habló:
— Trato hecho. Aquí tienes — le tendió las monedas y se llevó al animal, sin mirar dos veces atrás.
Sin caballo, sin escudo de armas, sin honor… solo me queda perder la maldita espada. ¡Solo eso, maldita sea!
El joven se dio la vuelta para dirigirse a la posada. Ya había sufrido suficiente aquel día y ahora que contaba con un poco de dinero en el bolsillo, planeaba darle un buen uso.
Al atravesar la puerta del establecimiento, las pocas almas que aún permanecían en la planta baja dejaron de lado las conversaciones para analizar al extraño que acababa de llegar a altas horas de la noche. En cuanto comprobaron que el tipo no tenía un aspecto amenazador, volvieron la vista para proseguir con sus asuntos.
— Una habitación, por favor —la posadera, que limpiaba unos utensilios desde el otro lado de la barra, no se molestó en saludarlo.
— Dos áureos con baño y comidas incluidas.
Toben entregó el dinero y siguiendo las indicaciones de la mujer, se dirigió a un pequeño patio situado en la parte trasera del edificio. Allí, pudo darse un baño de agua helada con el agua extraída de su pozo y quitarse la suciedad y pestilencia con una pastilla de jabón tan roñosa como él mismo. Una vez se hubo puesto la armadura, regresó al interior de la posada, no sin antes dedicar unos segundos a contemplar el cielo estrellado nocturno: seis de las doce lunas bañaban de una luz tenue el empedrado. El joven caballero no encontró en el cielo a la diminuta Erella. Sin embargo, no se desanimó, al menos no aún más: solía aparecer cuando uno menos se lo esperaba, para infundir valor a sus seguidores.
Cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido y se encerró en su dormitorio, despidiendo al que probablemente había sido su peor día en mucho tiempo.
Lo importante no es mantenerse vivo, sino mantenerse humano