El Talismán - Primera parte- Capitulo 2
#1
capitulo 2: EL EMBUDO SE ABRE



1

Al día siguiente, Jack Sawyer seguía sin comprender nada, aunque aquella noche había tenido una de las peores pesadillas de su vida. En ella, una criatura horrible se había acercado a su madre, un mons­truo enano de ojos desplazados y piel podrida y escamosa. Tu ma­dre está casi muerta, Jack, ¿sabes decir aleluya?, graznó este mons­truo y Jack supo —como se saben estas cosas en sueños— que era radiactivo y que si lo tocaba, también él moriría. Se despertó con el cuerpo bañado en sudor, a punto de lanzar un estridente grito. El continuo estruendo de la marea le recordó dónde estaba, pero tardó horas en volver a dormirse.

Su intención había sido contar la pesadilla a su madre esta ma­ñana, pero Lily estaba desabrida y reticente, oculta tras una nube de humo de cigarrillo. Sólo le sonrió un poco cuando Jack se dispo­nía a salir de la cafetería del hotel con una excusa.

—Piensa en lo que quieres cenar esta noche.

—¿Por qué?

—Porque sí. Pero que sea algo sólido; no he venido de Los Ange­les a New Hampshire para envenenarme con perros calientes.

—Probemos uno de esos lugares de mariscos de Hampton Beach —sugirió Jack.

—Estupendo. Anda, vete a jugar.

Vete a jugar —pensó Jack con una amargura inusitada en él—. Oh, sí, mamá, ya me voy. Anda, vete a jugar. Demasiado normal. ¿Con quién? Mamá, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué estamos aquí? ¿Hasta qué punto estás enferma? ¿Por qué no quieres hablarme de tío Tommy? ¿qué está tramando tío Morgón? ¿Qué...?

Preguntas, preguntas. Y ninguna servía de nada porque no había nadie para contestarlas.

"A menos que Speedy..."

Pero esto era ridículo; ¿cómo podía un viejo negro que acababa de conocer solucionar cualquiera de sus problemas?

Aun así, pensó en Speedy Parker mientras bajaba por el sendero entablado que conducía a la deprimente playa desierta.



2

"Aquí es donde termina el mundo, ¿verdad?", pensó de nuevo Jack.

Las gaviotas surcaban el cielo plomizo. El calendario decía que aún era verano, pero el verano había terminado aquí, en Playa de Arca­dia, el Día del Trabajo. El silencio era tan gris como el aire.

Se miró las zapatillas y vio que tenían manchas de alquitrán. Gra­sa de playa —pensó—, una especie de contaminación. No tenía idea de dónde se las había manchado y se apartó del borde del agua, in­quieto.

Las gaviotas continuaban chillando y bajando en picado. Una de ellas gritó sobre la cabeza de Jack, que oyó un chasquido casi metálico. Se volvió a tiempo de verla bajar para posarse sobre una roca con un largo y torpe aleteo. Entonces movió la cabeza con ges­tos rápidos, casi robóticos, como para verificar que estaba sola y fue saltando hasta donde la almeja que había dejado caer yacía sobre la arena lisa y compacta. La almeja se había abierto como un huevo y Jack vio carne cruda moverse en su interior... o quizá sólo se lo imaginó.

No quiero ver esto.

Sin embargo, antes de que pudiera volverse de espaldas, el pico amarillo y curvado de la gaviota empezó a hundirse en la carne, es­tirándola como una cinta de goma, y al muchacho se le contrajo el estómago. En su mente podía oír gritar a aquel trozo de carne... na­da coherente, sólo un poco de carne viva gritando de dolor.

Intentó de nuevo apartar la mirada de la gaviota y no pudo. El pi­co se abrió, mostrando una garganta rosada. La almeja volvió a ence­rrarse en sus resquebrajadas valvas y por un momento la gaviota miró a Jack con ojos negros y mortíferos, confirmando la horrible verdad:

los padres mueren, las madres mueren, los tíos mueren, incluso aun­que hayan ido a Yale y parezcan sólidos como paredes de banco con sus trajes de tres piezas comprados en Savile Row. Los chicos tam­bién mueren, quizá... y al final todo lo que queda es el grito estúpido, inconsciente de unos tejidos vivos.

—Eh —exclamó Jack en voz alta, pensando que la voz sólo sonaba en su mente—, eh, dame una oportunidad.

La gaviota, sentada sobre su presa, le observó con sus redondos ojos negros y en seguida volvió a picotear la carne. ¿Quieres un poco, Jack? ¡Todavía palpita! ¡Dios mío, es tan fresca que aún no sabe que está muerta!

El pico amarillo y fuerte volvió a hundirse en la carne y a estirar. Estiraaaaaaaar...

Se desprendió de golpe y la cabeza de la gaviota se elevó hacia el cielo gris de septiembre, tragando. Y una vez más pareció mirar a Jack, del mismo modo que algunos cuadros siempre dan la impresión de mi­rarle a uno, vaya adonde vaya en la habitación. Y los ojos... conocía aquellos ojos.

De repente deseó estar con su madre, ver sus ojos de color azul os­curo. No recordaba haberla necesitado con tanta desesperación desde que era muy, muy pequeño. La-la —la oyó cantar dentro de su cabeza y su voz era la voz del viento, tan pronto cercana como distante—. La-la, duerme ahora, Jacky, niño bonito, papá se ha ido de caza. Y todo ese jazz. Recordó ser mecido y a su madre fumando un Herbert Tarey-ton tras o ero, quizá mirando un guión; páginas azules, los llamaba ella, y Jack lo recordaba: páginas azules. La-la, Jacky, todo es frescura. Te quiero, Jacky. Shhhh... duerme. La-la.

La gaviota le estaba mirando.

Con un horror súbito que le invadió la garganta como agua sala­da y caliente, vio que realmente le estaba mirando. Aquellos ojos negros (¿de quién?) le veían. Y conocía aquella mirada.

Una tira de carne cruda colgaba todavía del pico de la gaviota. Mientras la observaba, el ave se la tragó y el pico se abrió en una son­risa monstruosa pero inconfundible.

Entonces se volvió y echó a correr, con la cabeza baja y los ojos cerrados, llenos de lágrimas saladas y calientes, hundiendo las zapa­tillas en la arena, y de haber existido un modo de subir muy arriba, muy arriba, hasta donde estaba la gaviota, se le habría visto sólo a él, sólo sus huellas en todo el día plomizo; Jack Sawyer, de doce años, corriendo solo hacia el hotel, habiéndose olvidado de Speedy Parker, con la voz casi perdida entre las lágrimas y el viento, gritando una y otra vez: no, no y no.




3

Se detuvo sin aliento al final de la playa. Una cálida punzada le reco­rría el costado izquierdo, desdela mitad de las costillas a la parte más profunda de la axila. Se sentó en uno de los bancos que la ciudad ofre­cía a las personas viejas y se apartó el cabello de los ojos.

Contrólate. Si el sargento Furia se marcha con la sección ocho, ¿quién mandará los Comandos Aulladores?

Sonrió y se sintió un poco mejor. Desde aquí arriba, a quince me­tros del agua, las cosas tenían mejor aspecto. Quizá era la presión barométrica o algo parecido. Lo ocurrido a tío Tommy era horri­ble, pero suponía que llegaría a asimilarlo, a aceptarlo. En cualquier caso, esto era lo que decía su madre. Tío Morgan había estado muy pesado últimamente, pero el hecho era que tío Morgan siempre ha­bía sido bastante latoso.

En cuanto a su madre... bueno, éste era el gran problema, ¿no?

En realidad, pensó mientras —sentado en un banco— hurgaba con el pie la arena que bordeaba el sendero entablado, en realidad su ma­dre aún podio estar bien. Era ciertamente posible que estuviera bien. Después de todo, nadie había dicho que se tratara de la gran C, ¿verdad? No. Si padeciera cáncer, no le habría traído aquí, ¿ver­dad? Estarían probablemente en Suiza, donde ella tomaría baños minerales fríos y se atiborraría de glándulas de cabra o algo pareci­do. Sería muy capaz de hacerlo.

Así que...

Un murmullo bajo y seco se insinuó en su mente. Miró hacia abajo y los ojos se le dilataron. La arena había empezado a mover­se junto al empeine de su zapatilla izquierda. Los finos y blancos granos se deslizaban formando un círculo que tenía la longitud aproximada de un dedo. La arena del centro de este círculo se hun­dió súbitamente, de modo que quedó un hueco de unos cinco cen­tímetros de profundidad. Los lados de este hueco se movían en veloz rotación y en sentido contrario al de las manecillas del reloj.

No es real —se dijo inmediatamente, pero el corazón se le volvió a acelerar, así como la respiración—. No es real, sino una de las fan­tasías, o tal vez un cangrejo o algo parecido...

Pero no era un cangrejo ni una de las fantasías y este lugar no era el otro, el lugar con el que soñaba cuando se aburría o estaba un poco asustado, y desde luego no era un cangrejo.

La arena empezó a girar más aprisa, con un sonido árido y seco que le hizo pensar en la electricidad estática, en un experi­mento que habían hecho en ciencias el año pasado con una botella de Leyden. Pero aún más que a estas cosas, el leve sonido se parecía a un jadeo largo y demente, al último aliento de un mori­bundo.

Más arena cayó dentro del hueco y empezó a girar. Ahora ya no era un hueco, sino un embudo en la arena, una especie de remolino de polvo. La envoltura amarilla de una goma de mascar quedaba al descubierto, se tapaba, volvía a aparecer y desapare­cer... y cada vez que aparecía, Jack podía leer más, a medida que el embudo crecía de tamaño: ju, luego jug, luego jugosa f. El embudo creció y la arena volvió a dejar la envoltura al descubierto, con movimientos tan bruscos y rápidos como una mano hostil que aparta la colcha de una cama hecha. jugosa fruta, leyó cuando la envoltura fue proyectada hacia fuera.

La arena giraba cada vez más de prisa, con furia sibilante. Hhhhhhaaaaaahhhhh, hacía la arena. Jack la miraba con fijeza, fascinado al principio y después horrorizado. La arena se abría como un gran ojo oscuro; era el ojo de la gaviota que había soltado la almeja sobre la roca y luego arrancado la carne viva como una tira de goma.

Hhhhhhhhaaaaaabbbbb, se burlaba el torbellino de arena con su voz seca y muerta. Por mucho que Jack deseara que sólo ocurriese en su mente, esa voz era real. Su dentadura postiza salió volando, Jack, cuando el viejo niño salvaje le arrolló; ¡se /«e rodando por la carretera! A pesar de Yole, cuando el viejo camión niño salvaje llega y te hace saltar la dentadura postiza, Jacky, tienes que irte. Y tu madre...

Entonces echó a correr otra vez a ciegas, sin mirar atrás, con los cabellos apartados de la frente por el viento y los ojos muy abiertos y aterrorizados.



4

Jack cruzó lo más de prisa que pudo el oscuro vestíbulo del hotel. Todo el ambiente del lugar prohibía correr: reinaba un silencio de biblioteca y la luz gris que se filtraba por los ventanales de mainel suavizaba y desdibujaba las alfombras ya de por sí desco­loridas. Jack se puso a trotar al llegar al mostrador de recepción y el empleado eligió aquel momento para salir por un arco de madera. No dijo nada, pero su expresión de permanente malhu­mor bajó otro centímetro las comisuras de sus labios. Era como ser sorprendido corriendo en una iglesia. Jack se pasó la manga por la frente y se obligó a ir al paso el resto del camino hacia los ascensores. Pulsó el botón, consciente del ceño del conserje fijo en su espalda. La única vez en toda la semana que había visto sonreír al conserje fue cuando el hombre reconoció a su madre y su sonrisa llegó apenas al límite mínimo de la cortesía.

—Supongo que se ha de ser así de viejo para recordar a Lily Cavanaugh —observó Lily a Jack en cuanto estuvieron solos en sus habitaciones. Hubo un tiempo, no muy lejano, en que ser identificada, reconocida como intérprete de las cincuenta películas que había hecho durante los años cincuenta y sesenta («Reina de las B», la llamaban, y su propio comentario; «Novia de los cines al aire libre») por quienquiera que fuese, taxista, camarero o la vendedora de blusas del Saks del Wilshire Boulevard, la animaba durante horas. Ahora incluso se le regateaba esta sencilla satis­facción.

Jack daba saltitos frente a las puertas inmóviles de los ascen­sores, oyendo una voz imposible y familiar que procedía del fondo de un remolino de arena. Durante un segundo vio a Thomas Wood-bine, el sólido y tranquilizador tío Tommy Woodbine, supuesta­mente uno de sus tutores —un muro contra el mal y la confu­sión—, retorcido y muerto en el bulevar La Ciénaga, con la den­tadura postiza como palomitas de maíz en medio del arroyo. Volvió a pulsar el botón.

¡Apresúrate!

Entonces vio algo peor: a su madre siendo introducida en un coche por dos hombres impasibles. De repente Jack tuvo necesidad de orinar. Aplicó la palma contra el botón y el viejo encorvado de detrás del mostrador profirió un gruñido reprobatorio. Luego apretó el borde de la otra mano sobre aquel lugar mágico bajo el vientre que disminuía la presión de la vejiga y entonces oyó el lento chirrido del ascensor en descenso. Cerró los ojos y juntó las piernas. Su madre parecía confusa, insegura y perdida y los hom­bres la obligaban a entrar en el coche con tanta facilidad como a un cansado perro pastor. Pero sabía que esto no ocurría en la realidad, sino que era un recuerdo —seguramente parte de las fan­tasías— y que no le había sucedido a su madre sino a él.

Cuando las puertas de caoba del ascensor se abrieron, revelando las tinieblas de un interior donde vio su propia cara reflejada en un espejo manchado y mate, aquella escena de su séptimo año le envolvió una vez más y vio los ojos de un hombre tornarse amarillos y sintió la mano del otro convertirse en algo parecido a una garra, dura e inhumana... Saltó dentro del ascensor como si le hubieran pinchado.

Imposible, las fantasías no eran posibles, no había visto nunca unos ojos azules volverse amarillos y su madre estaba llena de salud, no había motivos de alarma, nadie se moría y el peligro sólo era el representado por una gaviota para una almeja. Cerró los ojos y el ascensor subió con lentitud.

Aquella cosa de la arena se había reído de él.

Se introdujo a través de la rendija cuando las puertas empe­zaron a separarse. Pasó saltando ante las puertas cerradas de los otros ascensores, dobló hacia la derecha del pasillo revestido de madera y corrió entre apliques y pinturas hacia sus habitaciones. Aquí, correr no parecía tanto un sacrilegio. Tenían la 407 y la 408, consisten'-es en dos dormitorios, una pequeña cocina y un salón que daba a la larga y suave playa y a la vastedad del océano. Su madre se había apropiado de muchas flores, no sabía de dónde, y las había distribuido en jarrones alrededor de su pequeña colección de fotografías enmarcadas. Jack a los cinco años, Jack a los once años, Jack de bebé en brazos de su padre. Este, Philip Sawyer, al volante del viejo DeSoto en que él y Morgan Sloat habían viajado a California en los días inimaginables cuando eran tan pobres que a menudo dormían en el coche.

Cuando Jack abrió la 408, la puerta del salón, llamó:

—¿Mamá? ¿Mamá?

Las flores le recibieron, las fotos le sonrieron, pero no hubo respuesta. ¡Mamá! La puerta se cerró tras él. Sintió frío en el estómago y cruzó corriendo el salón hacia el dormitorio grande de la derecha. ¡Mamá! Otro jarrón lleno de flores altas y multi­colores. La cama vacía estaba almidonada y planchada; la colcha rígida debía escupir el edredón. Sobre la mesilla había un surtido de frascos marrones que contenían vitaminas y otros comprimidos. Jack retrocedió. Por la ventana se veían unas olas negras avan­zando hacia él.

Dos hombres se apeaban de un coche indescriptible —también ellos indescriptibles— y alargaban las manos hacia ella...

—¡Mamá! —gritó.

—Ya te oigo, Jack —dijo la voz de su madre desde el cuarto de baño—. ¿Qué ocurre?

—Oh —respondió Jack, sintiendo relajarse todos sus múscu­los—. Oh, lo siento. Es que no sabía dónde estabas.

—Tomando un baño —dijo ella—. Preparándome para la cena. Está permitido, ¿verdad?

Jack se dio cuenta de que ya no tenía necesidad de ir al cuarto de baño. Se desplomó en una de las mullidas butacas y cerró los ojos, aliviado. Aún estaba bien...

Está bien por ahora, susurró una voz ronca y su mente volvió a ver cómo se abría y giraba el embudo de arena.



5

Once o doce kilómetros más allá, por la carretera de la costa, justo al salir del municipio de Hampton, encontraron un restau­rante llamado The Lobster Chateau. Jack había facilitado un re­sumen muy somero de sus actividades; ya se estaba alejando del terror experimentado en la playa, dejando que se esfumara en su memoria. Un camarero, vestido con una chaqueta roja que osten­taba en la espalda la imagen amarilla de una langosta, les acompa­ñó hasta una mesa situada junto a una ventana apaisada.

—¿Desea beber algo la señora? —El camarero tenía una cara glacial, de Nueva Inglaterra en temporada baja, y al mirarla y leer en los ojos azules y húmedos que desaprobaba su chaqueta deportiva de Ralph Lauren y el vestido Halston de cóctel lucido desgarbadamente por su madre, Jack se sintió asaltado por un terror más familiar: la simple nostalgia de su casa. Mamá, si no estás enferma de verdad, ¿qué diablos hacemos aquí? ¡Este lugar está desierto! ¡Es lúgubre! ¡Dios mío!

—Tráigame un martini elemental —contestó ella. El camarero arqueó las cejas.

—¿Perdón, señora?

—Hielo en una copa. Una aceituna sobre el hielo. Ginebra Tan-queray sobre la aceituna. Y después... ¿Me sigue?

Mamá, por Dios, ¿es que no le ves los ojos? Tú crees que eres amable con él ¡y él cree que le estás tomando el pelo! ¿Es que no ves sus ojos?

No, no los veía. Y aquella falta de intuición, cuando siempre había sido tan lista para captar los sentimientos ajenos, fue otra losa sobre el corazón de Jack. Estaba empeorando... en todos los sentidos.

—Sí, señora.

—Después —continuó ella— coja una botella de vermut, de cualquier marca, y acérquela a la copa. Luego devuelve la botella de vermut al estante y me trae la copa. ¿Entendido?

—Sí, señora. —Los ojos fríos y húmedos de Nueva Inglaterra miraban a su madre sin ningún cariño. Estamos solos aquí, pensó Jack, comprendiéndolo bien por primera vez. Dios mío, y qué solos—. ¿Y el joven?

—Querría una coca-cola —contestó Jack, abatido. El camarero se alejó. Lily rebuscó en su bolso, sacó un paquete de Herbert Tarrytoons (así los habían llamado desde que él era un bebé. «Tráeme ios Tarrytoons de la repisa, Jacky», así que aún los llamaba así en sus pensamientos) y encendió uno. Tosió tres veces, expeliendo humo en tres súbitas explosiones.

Fue otra losa sobre su corazón. Dos años atrás, su madre había dejado de fumar totalmente. Jack había esperado verla reincidir con aquel extraño fatalismo que constituye el anverso de la cre­dulidad y la inocencia infantiles. Su madre había fumado siempre, de modo que volvería a fumar. Pero no había reincidido hasta hacía tres meses en Nueva York. Carltons, que chupaba con fuer­za mientras caminaba arriba y abajo del salón de Central Park West, o estaba en cuclillas ante el armario de los discos, buscando sus viejas melodías de rock o las de jazz de su difunto marido.

—¿Vuelves a fumar, mamá? -—le había preguntado.

—Sí, fumo hojas de col —replicó ella.

—Me gustaría que no lo hicieras.

—¿Por qué no enciendes el televisor? —volvió a replicar su madre con brusquedad poco característica, mirándole con los labios apretados—. Tal vez encuentres a Jimmy Swaggart o al re­verendo Ike. Vete al rincón del aleluya con las hermanas del amén.

—Lo siento —murmuró Jack.

Bueno, eran sólo Caritons. Hojas de col. Pero aquí estaban los Herbert Tarrytoons, el anticuado paquete azul y blanco y las bo­quillas que parecían filtros pero no lo eran. Recordaba vagamente que su padre había comentado a alguien que él fumaba Winstons, y su mujer. Pulmones Negros.

—¿Has visto un fantasma, Jack? —le interrogó ahora con los ojos demasiado brillantes fijos en él, sosteniendo el cigarrillo en aquella antigua posición algo excéntrica, entre los dedos segundo y tercero de la mano derecha. Desafiándole a decir algo, desafián-dole a decir: «Mamá, veo que vuelves a fumar Herbert Tarrytoons. ¿Significa esto que a tu juicio ya no tienes nada que perder?»

—No —respondió. La nostalgia del hogar, triste y confusa, le asaltó de nuevo y sintió deseos de llorar—. Aunque este lugar re­sulta un poco fantasmagórico.

Ella miró a su alrededor y sonrió. Otros dos camareros, uno gordo y uno delgado, ambos con chaquetas rojas y langostas amarillas en la espalda, estaban a ambos lados de las puertas giratorias de la cocina, hablando en voz baja. Un cordón de ter­ciopelo interceptaba el paso a un enorme comedor contiguo a la al­coba donde se hallaban Jack y su madre, una oscura caverna donde había sillas puestas del revés sobre las mesas. En el fondo, un inmenso ventanal daba a una marina gótica que recordó a Jack una película en que intervenía su madre, La novia de la muer­te, interpretando a una joven muy rica que se casaba contra la voluntad de sus padres con un desconocido moreno y apuesto. Este desconocido la llevaba a un caserón junto al océano e intentaba volverla loca. La novia de la muerte había sido más o menos típica de la carrera de Lily Cavanaugh, ya que había protagonizado muchas películas en blanco y negro en las que actores guapos pero mediocres conducían Fords descapotables con el sombrero puesto.

Del cordón de terciopelo que prohibía la entrada a esta oscura caverna pendía un letrero ridiculamente innecesario: comedor ce­rrado.

—Es un poco tétrico, tienes razón —observó su madre.

—Como la Zona Abandonada —dijo Jack, y ella desgranó su risa estridente, contagiosa y, en cierto modo, bella.

—Sí, oh, Jacky, Jacky, Jacky —rió, inclinándose para despeinar los cabellos demasiado largos de su hijo.

Él le apartó la mano, sonriendo a su vez (pero, oh, sus dedos pa­recían huesos... Está casi muerta, Jack...).

—«No toquéis la mercancía.»

—Esto no reza para mí.

—Bastante sofisticada para una dama madura.

—Oh, muchacho, intenta sacarme dinero para el cine esta se­mana.

—De acuerdo.

Se sonrieron y Jack no pudo recordar una mayor necesidad de llorar o una ocasión en que la amara tanto. Había ahora en ella una especie de dureza desesperada... y parte de esta dureza había sido volver a los Pulmones Negros.

Llegó el aperitivo. Ella hizo entrechocar su copa con el vaso de Jack.

—Por nosotros.

—Sí.

Bebieron. Se acercó el camarero con los menús.

—¿Le tomé demasiado el pelo antes, Jacky?

—Tal vez si.

Lo pensó un poco y luego se encogió de hombros.

—¿Qué quieres comer?

—Creo que lenguado.

—Que sean dos.

Así que él encargó la comida para ambos, sintiéndose torpe y confuso pero sabiendo que era lo que ella deseaba, y pudo leer en sus ojos, cuando el camarero se hubo ido, que no lo había hecho del todo mal. Ello se debía en gran parte a tío Tommy, que había comentado, después de una visita a Hardee's:

—Creo que hay esperanza para ti, Jack, si podemos curar esta re­pugnante obsesión por el queso amarillo procesado.

Trajeron la comida. Jack devoró el lenguado, que era caliente, bueno y sabía a limón. Lily sólo jugó con el suyo, comió unas judías verdes y después se dedicó a hurgar en el plato.

—Hace quince días que empezó el curso escolar aquí —anunció Jack en mitad de la cena. Ver los grandes autobuses amarillos con la inscripción lateral arcadia districte schools le había hecho sen­tir culpable, lo cual era absurdo, dadas las circunstancias, pero era cierto que estaba haciendo novillos.

Ella le dirigió una mirada inquisitiva. Había pedido y terminado una segunda copa y ahora el camarero le traía la tercera.

Jack se encogió de hombros.

—He pensado que debía mencionarlo.

—¿Quieres ir?

—¿Qué? ¡No! ¡Aquí no!

—Está bien —contestó ella—, porque no tengo tus malditos certi­ficados de vacunación. No te dejarán entrar en la escuela sin pedi-gree, compañero.

—No me llames compañero —dijo Jacky, pero Lily no se rió del viejo chiste.

Pero, ¿por qué no vas a la escuela?

Pestañeó, como si la voz hubiera hablado en voz alta, en lugar de en su cabeza.

—¿Has dicho algo? —preguntó Lily.

—No... Bueno... hay un tipo en el parque de atracciones Divertimundo. Un conserje o un guarda, algo así. Un viejo negro que me preguntó por qué no iba a la escuela.

Ella se inclinó hacia adelante, sin rastro de humor, con una serie­dad casi amenazadora.

—¿Qué le dijiste?

Jack se encogió de hombros.

—Le dije que me estaba recuperando de una pulmonía. ¿Recuerdas aquella vez que Richard la tuvo? El médico recomendó a tío Morgan que no enviara a Richard a la escuela antes de tres semanas, pero po­día salir y pasear. —Jack esbozó una sonrisa—. Yo pensé que era muy afortunado.

Lily se relajó un poco.

—No me gusta que hables con desconocidos, Jack.

—Mamá, sólo es un...

—No me Importa quién sea. No quiero que hables con desconocidos. Jack pensó en el negro, en sus cabellos grises y lanudos, en su cara arrugada y en sus extraños ojos claros. Barría la gran arcada del desem­barcadero, el único lugar del Divertimundo Arcadia que permanecía abierto durante todo el año, aunque ahora sólo estaban allí Jack, el negro y dos viejos al fondo, que jugaban con una máquina automática en un silencio lleno de apatía.

Pero ahora, en este restaurante un poco lúgubre donde Jack cenaba con su madre, no era el negro quien hacía las preguntas sino él mismo.

¡Por qué no estoy en la escuela?

Debe ser por lo que ella ha dicho, muchacho. No hay vacuna, no hay pedigree. ¿Acaso crees que ha venido hasta aquí con tu cerfica-do de nacimientos ¿Eso crees? Está huyendo, muchacho, y tú huyes con ella. Tú...

—¿Has tenido noticias de Richard? —interrumpió su madre y en cuanto lo dijo, a Jack se le ocurrió... no, esto era demasiado suave. Le cayó como una bomba; sus manos temblaron y el vaso resbaló de la mesa y se hizo añicos en el suelo.

Está casi muerta, Jack.

La voz del embudo de arena. La que había oído en su mente.

Había sido la voz de tío Morgan. No tal vez, no casi, no algo pare­cido. Había sido una voz real. La voz del padre de Richard.



6

Cuando volvían al hotel en el coche, ella le preguntó:

—¿Qué te ha sucedido allí dentro, Jack?

—Nada. El corazón me ha dado ese extraño vuelco. —Lo dibujó con un dedo sobre el salpicadero, para demostrarlo—. Un PCV, co­mo en Hospital general.

—No te hagas el listo conmigo, Jacky. —Al resplandor de los instru­mentos del salpicadero, se la veía pálida y demacrada. Un cigarrillo se consumía entre los dedos índice y medio de su mano derecha. Conducía muy despacio —sin sobrepasar nunca los sesenta y cinco—, como siempre que bebía 'demasiado. Había adelantado el asiento al máximo, llevaba la falda por encima de las rodillas y éstas flotaban, como patas de cigüeña, a ambos lados de la columna de dirección, y su barbilla daba la impresión de tocar el volante. Por un momento pare­ció una bruja y Jack apartó rápidamente la mirada.

—No es eso —murmuró.

—¿Qué?

—No me hago el listo —dijo—. Fue como una punzada, esto es todo.

—De acuerdo. Pensaba que era algo referente a Richard Sloat.

—No.

Su padre me habló desde un agujero en la arena de la playa, esto es todo. Me habló en mi mente, como la voz en off de una película. Me dijo que estabas casi muerta.

—¿Le echas de menos, Jack?

—¿A quién? ¿A Richard?

—No... a Spiro Agnew. Claro que a Richard.

—A veces. —Richard Sloat iba ahora a una escuela de Illinois, una de esas escuelas privadas donde la capilla era obligatoria y nadie tenía acné.

—Ya le verás. —Le pasó una mano por el cabello.

—Mamá, ¿te encuentras bien? —Las palabras se le escaparon. Sin­tió en los muslos la presión de todos sus dedos.

—Sí —contestó ella, encendiendo otro cigarrillo (redujo la velocidad a treinta para hacerlo; una vieja camioneta les adelantó, tocan­do la bocina)—. Nunca me he encontrado mejor.

—¿Cuántos kilos has perdido?

—Jacky, nunca se puede estar demasiado delgado ni ser demasiado rico. —Calló y le sonrió. Una sonrisa cansada y triste que le transmitió toda la verdad que necesitaba saber.

—Mamá...

—Busca música, Jacky, y cierra el pico,

Encontró música de jazz en una emisora de Boston; un saxo tocan­do Todas las cosas que tú eres. Pero por debajo de la música, como un contrapunto regular e insensato, se oía el océano. Y más tarde vio el gran esqueleto de las montañas rusas contra el cielo. Y las destartala­das alas del hotel Alhambra. Si esto era su casa, ya estaban en casa.

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PD: Lol... esos "curisos" programas de marcado realmente sirven *u*, me dejan escribir mas rápido, formatear mas rápido y claro publicar más rápido.
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