01-07-2024, 04:07 PM
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Antes de compartirles este cuento, quiero aclarar con toda la comunidad que este texto forma parte de Internet Archive, así que cuenta con una licencia libre con atribución. Si quieren apoyar al autor, este cuento forma parte de su antología cuentos migratorios, es gratis y pueden descargarla en cualquier plataforma.
—BOUKKER94
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El aire se enfrió; cayó un rocío. Posándose en sus cabellos con la delicadeza de una mariposa sobre las hojas de poleo. Caminan con los zapatos rotos, cansados de buscar un lugar al que pertenecer; se encuentran atravesando las tierras abundantes en vida de Ureña con destino a San José de Cúcuta, soñando despiertos; escribiendo la historia en cada pisada, como si estuvieran manchando con la suela de sus zapatos una hoja en blanco que nunca debió escribirse.
En los puestos migratorios, un par de niños, sentados uno junto al otro, contemplan todo aquello como si fueran los protagonistas de una aventura de Dickens o Verne; echados a su suerte como los niños de 'Dos años de vacaciones', solo que la inmigración venezolana es algo más incierto que un naufragio. Miran con sus ojos saltones, como los de un gato, moviendo sus pupilas de un lado a otro, sin entender que están a punto de emprender una travesía, la de los zapatos rotos.
Un hombre tomó a su hija de la mano para separarla del niño para toda la eternidad, todos actores de una historia de seres pasajeros que parecían conocerse de toda la vida pero que nunca llegarán a verse de nuevo; regados en Cúcuta, Bucaramanga, Bogotá o hasta donde sus zapatos sean capaces de llegar sin romperse; así es como comienza el viaje en tierras ajenas, paso a paso, kilómetro a kilómetro, hasta que los zapatos aguanten.
Las noches pasaban, dormían en las camas de los albergues, donde contaban una a una las gotas que reventaban contra las láminas de zinc de su hogar temporal; ahí donde no se duerme, pero se sueña; y es que entre los anhelos de cada migrante hay un deseo de superación proporcional al sacrificio que emprenden cada vez que cruzan las fronteras; entre la oscuridad, los niños escuchan atentos cada historia de vida entre murmullos, tan finos como el viento que entra por las ventanas acariciando sus rostros.
Por las mañanas, caminan hasta que el hambre llama; ahí se sientan en el primer árbol que consiguen y observan la plácida vida del campo, donde el ganado pasta en la verde extensión de tierra. A veces, logramos encontrar en ellos esa vida tan placentera que aspiramos a tener, donde las necesidades están cubiertas y donde la simplicidad de la existencia es una estadía pasajera; ellos, por su parte, solo caminan, muchas veces con objetivos tan lejanos como su hogar, pero a la vez condicionados por lo que una suela de zapatos sea capaz de soportar, quedando a mitad de camino, esparcidos en cada rincón de Colombia.
—Allá van los caminantes…—dice un hombre mientras maneja una gandola.
Algunos afortunados tienen la dicha de viajar con ellos, alargando la vida de sus zapatos y acercándose más a sus sueños. Un país entero viaja en sus mochilas: un budare corroído, algunos paquetes de galletas y un puñado de ropa minúscula frente al gran monstruo de la necesidad, ese que se come las suelas desde el asfalto caliente cuando soleá y que va amasando los tejidos cuando llueve.
La travesía continúa, van conociendo cada rincón del país hermano, consiguiendo desde muestras de afecto y solidaridad, como desprecio por parte de quienes achacan sus problemas internos a la migración. Un consuelo que sienten los mediocres cuando, viéndose jodidos, deben buscar una justificación a su miseria. Pero estos son pocos al lado de la buena voluntad del colombiano; en sus hogares estacionales, no falta el tintico y el pan. La gente se involucra. ¿Y es que acaso no hemos sido hermanos por años? Nos une la historia, la cultura; nos une la sangre heroica de nuestros mártires independentistas. Parece que fue ayer cuando, en una cruzada heroica cargada de epicidad, nos conocían como los llaneros. Después de tantas batallas, nos hemos encontrado dos veces en los anales de la historia, para ser más precisos, cuando nuestros países se hicieron inhóspitos. Así es la historia, cíclica, destinada a repetirse como una suerte de karma que se conjura para decirnos una y otra vez que todos somos iguales; humanos y propensos a perder la democracia en un soplido. En un discurso embellecido con una mano peluda que nos arrebata la libertad, usándonos como un rebaño, uno distinto al que aprecian los caminantes en el pastal, uno que sin pensamiento crítico puede pasar de comer heno a comer mierda.
Es así como la historia de los zapatos rotos se va acercando a su punto de llegada, transitando experiencias reales que rozan el límite del surrealismo. Algunos románticos lo llamarán realismo mágico; otros preferimos no acuñar ese término porque la realidad venezolana es la de los zapatos rotos, cargada de matices, tonalidades y diversidad narrativa. Cada venezolano que tuvo que emprender la caminata escribió un cuento migratorio distinto, uno que muchas veces quiso ser ficción pero no lo fue. Lo que nos queda son esos puntos donde nuestras realidades se encuentran, no en las pisadas, sino en la búsqueda constante de un país al que llamar hogar. Es así como los zapatos fueron rompiéndose uno a uno, desperdigando como estrellas fugaces la nobleza del venezolano a lo largo del continente suramericano. La nobleza no está perdida, pues en cada rostro siempre estará esa sonrisa reluciente, como las perlas de Porlamar – Margarita.
Así fue como los zapatos se rompieron. Aquí termina la historia de los zapatos rotos y comienza la de un inmigrante 。・:*:・゚★,。・:*:・゚☆
Antes de compartirles este cuento, quiero aclarar con toda la comunidad que este texto forma parte de Internet Archive, así que cuenta con una licencia libre con atribución. Si quieren apoyar al autor, este cuento forma parte de su antología cuentos migratorios, es gratis y pueden descargarla en cualquier plataforma.
—BOUKKER94
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。・:*:・゚★,。・:*:・゚☆ ZAPATOS ROTOS 。・:*:・゚★,。・:*:・゚☆
A las orillas de la carretera, van los caminantes, con sus morrales tricolor llenos de sueños tan grandes como los huecos de sus zapatos rotos. Transitan de la mano de sus hijos en grupo; coreando los últimos compases del alma llanera. Gente humilde con fauces cansadas de esbozar una sonrisa tan brillante como las perlas margariteñas; coloreando las variadas tonalidades de un pueblo donde en algún momento convergieron las voluntades de cada país del mundo.El aire se enfrió; cayó un rocío. Posándose en sus cabellos con la delicadeza de una mariposa sobre las hojas de poleo. Caminan con los zapatos rotos, cansados de buscar un lugar al que pertenecer; se encuentran atravesando las tierras abundantes en vida de Ureña con destino a San José de Cúcuta, soñando despiertos; escribiendo la historia en cada pisada, como si estuvieran manchando con la suela de sus zapatos una hoja en blanco que nunca debió escribirse.
En los puestos migratorios, un par de niños, sentados uno junto al otro, contemplan todo aquello como si fueran los protagonistas de una aventura de Dickens o Verne; echados a su suerte como los niños de 'Dos años de vacaciones', solo que la inmigración venezolana es algo más incierto que un naufragio. Miran con sus ojos saltones, como los de un gato, moviendo sus pupilas de un lado a otro, sin entender que están a punto de emprender una travesía, la de los zapatos rotos.
Un hombre tomó a su hija de la mano para separarla del niño para toda la eternidad, todos actores de una historia de seres pasajeros que parecían conocerse de toda la vida pero que nunca llegarán a verse de nuevo; regados en Cúcuta, Bucaramanga, Bogotá o hasta donde sus zapatos sean capaces de llegar sin romperse; así es como comienza el viaje en tierras ajenas, paso a paso, kilómetro a kilómetro, hasta que los zapatos aguanten.
Las noches pasaban, dormían en las camas de los albergues, donde contaban una a una las gotas que reventaban contra las láminas de zinc de su hogar temporal; ahí donde no se duerme, pero se sueña; y es que entre los anhelos de cada migrante hay un deseo de superación proporcional al sacrificio que emprenden cada vez que cruzan las fronteras; entre la oscuridad, los niños escuchan atentos cada historia de vida entre murmullos, tan finos como el viento que entra por las ventanas acariciando sus rostros.
Por las mañanas, caminan hasta que el hambre llama; ahí se sientan en el primer árbol que consiguen y observan la plácida vida del campo, donde el ganado pasta en la verde extensión de tierra. A veces, logramos encontrar en ellos esa vida tan placentera que aspiramos a tener, donde las necesidades están cubiertas y donde la simplicidad de la existencia es una estadía pasajera; ellos, por su parte, solo caminan, muchas veces con objetivos tan lejanos como su hogar, pero a la vez condicionados por lo que una suela de zapatos sea capaz de soportar, quedando a mitad de camino, esparcidos en cada rincón de Colombia.
—Allá van los caminantes…—dice un hombre mientras maneja una gandola.
Algunos afortunados tienen la dicha de viajar con ellos, alargando la vida de sus zapatos y acercándose más a sus sueños. Un país entero viaja en sus mochilas: un budare corroído, algunos paquetes de galletas y un puñado de ropa minúscula frente al gran monstruo de la necesidad, ese que se come las suelas desde el asfalto caliente cuando soleá y que va amasando los tejidos cuando llueve.
La travesía continúa, van conociendo cada rincón del país hermano, consiguiendo desde muestras de afecto y solidaridad, como desprecio por parte de quienes achacan sus problemas internos a la migración. Un consuelo que sienten los mediocres cuando, viéndose jodidos, deben buscar una justificación a su miseria. Pero estos son pocos al lado de la buena voluntad del colombiano; en sus hogares estacionales, no falta el tintico y el pan. La gente se involucra. ¿Y es que acaso no hemos sido hermanos por años? Nos une la historia, la cultura; nos une la sangre heroica de nuestros mártires independentistas. Parece que fue ayer cuando, en una cruzada heroica cargada de epicidad, nos conocían como los llaneros. Después de tantas batallas, nos hemos encontrado dos veces en los anales de la historia, para ser más precisos, cuando nuestros países se hicieron inhóspitos. Así es la historia, cíclica, destinada a repetirse como una suerte de karma que se conjura para decirnos una y otra vez que todos somos iguales; humanos y propensos a perder la democracia en un soplido. En un discurso embellecido con una mano peluda que nos arrebata la libertad, usándonos como un rebaño, uno distinto al que aprecian los caminantes en el pastal, uno que sin pensamiento crítico puede pasar de comer heno a comer mierda.
Es así como la historia de los zapatos rotos se va acercando a su punto de llegada, transitando experiencias reales que rozan el límite del surrealismo. Algunos románticos lo llamarán realismo mágico; otros preferimos no acuñar ese término porque la realidad venezolana es la de los zapatos rotos, cargada de matices, tonalidades y diversidad narrativa. Cada venezolano que tuvo que emprender la caminata escribió un cuento migratorio distinto, uno que muchas veces quiso ser ficción pero no lo fue. Lo que nos queda son esos puntos donde nuestras realidades se encuentran, no en las pisadas, sino en la búsqueda constante de un país al que llamar hogar. Es así como los zapatos fueron rompiéndose uno a uno, desperdigando como estrellas fugaces la nobleza del venezolano a lo largo del continente suramericano. La nobleza no está perdida, pues en cada rostro siempre estará esa sonrisa reluciente, como las perlas de Porlamar – Margarita.
Así fue como los zapatos se rompieron. Aquí termina la historia de los zapatos rotos y comienza la de un inmigrante 。・:*:・゚★,。・:*:・゚☆
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