13-06-2014, 04:26 AM
Esta historia no trata de rituales satánicos ni de apariciones fantasmagóricas, simplemente de una sospecha que me carcome desde el inicio de la primavera.
El diciembre pasado decidí vivir con mi papá –como es común en esta época, mis padres son divorciados-, y cuando por fin encontramos un departamento cercano a mi universidad y a su trabajo, nos mudamos.
Es un edificio de departamentos con el #205 que trataré de describir: después del zaguán café se observa un pasillo empedrado que bordea el edificio y es ocupado como garaje. Como este espacio tiene forma de “L”, uno se pregunta qué hay en el segmento corto. Y Jorge, el dueño del departamento que alquilamos, nos comentó que se trataba de la zona común. También es empedrada y en una esquina hay una parrilla oxidada por las lluvias y los años. Cuando nos mudamos, uno de los vecinos tendía ahí su ropa.
A pesar de estar en la misma calle que algunos bares, el departamento es silencioso la mayoría del tiempo –exceptuando, claro, los viernes en la noche-. Casi olvido mencionar que estamos en el tercero de cinco pisos: los departamentos debajo de nosotros –seis en total, por lo que se sobreentiende que en cada piso hay dos- están habitados, sobre nosotros sólo vive una familia, dejando tres departamentos deshabitados.
Pasaron tres meses sin incidentes y cada cuarto tenía la huella única de nuestra existencia. Se acercaba semana santa y yo tenía planeado irme de viaje a una playa de Oaxaca. Seis días antes, por cuestiones que no son importantes, tuve en mis manos el dinero que me prometía sol, mar y arena.
Era sábado en la mañana, lo recuerdo muy bien porque Salchicha –el perro de un vecino- no me persiguió mientras cruzaba el garaje. Salí a visitar a mi mamá: un día de descanso acompañado. Llegué en la noche, simplemente saludé a mi papá y me fui a acostar.
Al otro día tenía que comprar algunas cosas para el viaje, por lo que abrí el cajón de mi buró para sacar dinero. Creo que no es original decir que estuve muy cerca de volverme loca cuando no lo encontré –ni en el buró ni en el tocador ni en el clóset-.
Nunca supe qué pensar sobre eso: nadie entraba al departamento –hasta donde nosotros sabemos- que no fuéramos mi papá y yo; para desgracia de mi estabilidad mental, soy sonámbula desde siempre. Entonces se imaginarán cómo me sentí cuando culpar a mi perverso inconsciente resultó una opción viable.
En este punto quiero aclarar que mi opinión sobre lo sobrenatural es neutra, es decir, nunca me he declarado creyente pero lo respeto suficiente como para no meterme con eso.
En fin, el dinero nunca apareció. Lo que sí apareció fue una sospecha porque mi papá encontró la puerta del departamento abierta –él había salido a correr, yo estaba dormida en mi cuarto-. No sé si mi infancia me haya salvado aquel día. Por haber tenido una niñez llena de mascotas estoy acostumbrada a escuchar arañazos en las puertas al punto de ignorarlos como si fueran un sonido normal. Y esa madrugada los escuché, pero supuse que se trataba de cualquier cosa cotidiana.
Como la puerta del departamento a veces se traba al cerrarse, quisimos creer que eso había sido. Entre la escuela y el trabajo, ambos lo olvidamos muy pronto.
También es importante mencionar que conocemos realmente poco a los vecinos. Sólo intercambiamos un saludo impersonal con una familia del segundo piso. Fuera de esto, los habitantes del edificio son como sombras: no los conocemos y nunca los vemos, sólo Dios sabe a qué se dediquen o quiénes sean. Pero mi papá y yo somos gente solitaria entonces no resulta vital para nosotros averiguarlo.
Un día, cuando regresaba de la escuela, me encontré a un vecino del primer piso, el dueño de Salchicha. Subía sus muebles a una camioneta: se mudaba. Entonces la zona común quedó vacía de nuevo.
Yo no sé si alguien nuevo haya llegado en el edificio, pero desde hace un par de días en la zona común hay una casita de madera, de esas en las que juegan los niños pequeños. La noté por mi adicción al tabaco, misma que me lleva a fumar desde la ventana del estudio –que da hacia la zona común-, pero nunca he visto niños jugar en ella. En fin, qué sé yo, no me fijo mucho en eso.
Justo hace dos noches estaba fumando en la ventana –ya era pasada la medianoche y no llevaba puestos los lentes por mis constantes dolores de cabeza que, a su vez, son producto de un insomnio crónico- y me pareció que había alguien ahí. Fue sólo una sensación, como cuando olvidas cerrar la puerta del armario antes de dormir y sientes que alguien te mira fijamente.
Ayer, mi papá se compró un celular nuevo y puso el viejo en la caja, junto al cargador del teléfono nuevo. Salimos a un pueblo cercano a la ciudad y cuando volvimos, como es común en los smartphones después de apenas cinco horas, ninguno de nuestros celulares tenía batería. Cuando mi papá buscó la caja para sacar el cargador no pudo encontrarla.
Nos pasamos gran parte de la tarde y de la noche inventando explicaciones: se había quedado bajo un asiento del auto, en su trabajo y un largo etcétera. Yo no pude dormir. En parte por eso y en otra parte porque juro que escuchaba entre el goteo de la regadera a alguien en la sala. A veces pienso que todas esas cosas son producto de mi falta de sueño y de mi soledad. Cuando estoy sola por mucho tiempo empiezo a imaginar cosas, a escuchar ruidos, a obsesionarme con estupideces. Gracias a Dios no tomo café, no sé qué sería de mis nervios que de por sí son bastante sensibles.
Hoy, salí por la tarde del departamento a ver a mi mamá. El día transcurrió como cualquier domingo. Cuando llegué ya estaba oscuro y se escuchaba bastante ruido al otro lado del zaguán. Eran los vecinos, buscando a su gato.
Decidí ayudarlos –estaba de buenas, casualmente- y me mandaron a la zona común que, como es pequeña, no necesita mucha gente para cubrirla. Confieso que sentí algo de miedo al ver la casita, pero seguí de largo con la esperanza de encontrar al gato encaramado en la parrilla.
Cuando iba tentando con las manos el óxido de la parrilla, escuché un ruido, como cuando algo pesado choca contra las paredes de una caja. Volteé hacia la casita con el valor hecho trizas. Realmente no quería entrar ahí.
Me quedé inmóvil, como si el frío –vaya coincidencia climática- no me dejara moverme, como si tuviera los zapatos clavados al suelo empedrado. Un pensamiento entusiasta me dijo que no había nada por lo cual asustarse, en este mundo de hombres sólo hay que temerle a nuestros iguales.
Con los puños cerrados, caminé hasta la casita, ya silenciosa. Busqué con el tacto acompañado de la luz del celular la presencia de un gato que no conocía. Dibujé con las manos siluetas de mueblecitos plásticos por un rato que me pareció larguísimo.
De pronto, entre mis zapatos escuché otra vez ese ruido de ratón torpe chocando contra las paredes de una caja. Mi primera reacción fue patearlo. Pero fue como si mi pie chocara contra un ladrillo –quizá yo estaba débil por el miedo y todos mis músculos se negaban a responder-. Me agaché un poco para sentir ese rectángulo que parecía hierro. Me sorprendí al tocar una caja de cartón que abrí para encontrarme con un celular, un cargador y billetes arrugados. Cada centímetro de mi piel se erizó al sentir un beso helado en la frente al sonreír por el hallazgo. En el mismo momento el gato –que resultó estar ahí- soltó un maullido agresivo y salió disparado de la casita. Cerca de la puerta se volvió a quejar. Quizá, él, como yo, sintió que lo jalaban hacia adentro, percibió en el aire la risa de una niña.
No sé qué pasó en esa casa y no pretendo averiguarlo. No quiero conocer a mis vecinos. No busco la razón para explicar que los departamentos de los últimos pisos sigan deshabitados.
El diciembre pasado decidí vivir con mi papá –como es común en esta época, mis padres son divorciados-, y cuando por fin encontramos un departamento cercano a mi universidad y a su trabajo, nos mudamos.
Es un edificio de departamentos con el #205 que trataré de describir: después del zaguán café se observa un pasillo empedrado que bordea el edificio y es ocupado como garaje. Como este espacio tiene forma de “L”, uno se pregunta qué hay en el segmento corto. Y Jorge, el dueño del departamento que alquilamos, nos comentó que se trataba de la zona común. También es empedrada y en una esquina hay una parrilla oxidada por las lluvias y los años. Cuando nos mudamos, uno de los vecinos tendía ahí su ropa.
A pesar de estar en la misma calle que algunos bares, el departamento es silencioso la mayoría del tiempo –exceptuando, claro, los viernes en la noche-. Casi olvido mencionar que estamos en el tercero de cinco pisos: los departamentos debajo de nosotros –seis en total, por lo que se sobreentiende que en cada piso hay dos- están habitados, sobre nosotros sólo vive una familia, dejando tres departamentos deshabitados.
Pasaron tres meses sin incidentes y cada cuarto tenía la huella única de nuestra existencia. Se acercaba semana santa y yo tenía planeado irme de viaje a una playa de Oaxaca. Seis días antes, por cuestiones que no son importantes, tuve en mis manos el dinero que me prometía sol, mar y arena.
Era sábado en la mañana, lo recuerdo muy bien porque Salchicha –el perro de un vecino- no me persiguió mientras cruzaba el garaje. Salí a visitar a mi mamá: un día de descanso acompañado. Llegué en la noche, simplemente saludé a mi papá y me fui a acostar.
Al otro día tenía que comprar algunas cosas para el viaje, por lo que abrí el cajón de mi buró para sacar dinero. Creo que no es original decir que estuve muy cerca de volverme loca cuando no lo encontré –ni en el buró ni en el tocador ni en el clóset-.
Nunca supe qué pensar sobre eso: nadie entraba al departamento –hasta donde nosotros sabemos- que no fuéramos mi papá y yo; para desgracia de mi estabilidad mental, soy sonámbula desde siempre. Entonces se imaginarán cómo me sentí cuando culpar a mi perverso inconsciente resultó una opción viable.
En este punto quiero aclarar que mi opinión sobre lo sobrenatural es neutra, es decir, nunca me he declarado creyente pero lo respeto suficiente como para no meterme con eso.
En fin, el dinero nunca apareció. Lo que sí apareció fue una sospecha porque mi papá encontró la puerta del departamento abierta –él había salido a correr, yo estaba dormida en mi cuarto-. No sé si mi infancia me haya salvado aquel día. Por haber tenido una niñez llena de mascotas estoy acostumbrada a escuchar arañazos en las puertas al punto de ignorarlos como si fueran un sonido normal. Y esa madrugada los escuché, pero supuse que se trataba de cualquier cosa cotidiana.
Como la puerta del departamento a veces se traba al cerrarse, quisimos creer que eso había sido. Entre la escuela y el trabajo, ambos lo olvidamos muy pronto.
También es importante mencionar que conocemos realmente poco a los vecinos. Sólo intercambiamos un saludo impersonal con una familia del segundo piso. Fuera de esto, los habitantes del edificio son como sombras: no los conocemos y nunca los vemos, sólo Dios sabe a qué se dediquen o quiénes sean. Pero mi papá y yo somos gente solitaria entonces no resulta vital para nosotros averiguarlo.
Un día, cuando regresaba de la escuela, me encontré a un vecino del primer piso, el dueño de Salchicha. Subía sus muebles a una camioneta: se mudaba. Entonces la zona común quedó vacía de nuevo.
Yo no sé si alguien nuevo haya llegado en el edificio, pero desde hace un par de días en la zona común hay una casita de madera, de esas en las que juegan los niños pequeños. La noté por mi adicción al tabaco, misma que me lleva a fumar desde la ventana del estudio –que da hacia la zona común-, pero nunca he visto niños jugar en ella. En fin, qué sé yo, no me fijo mucho en eso.
Justo hace dos noches estaba fumando en la ventana –ya era pasada la medianoche y no llevaba puestos los lentes por mis constantes dolores de cabeza que, a su vez, son producto de un insomnio crónico- y me pareció que había alguien ahí. Fue sólo una sensación, como cuando olvidas cerrar la puerta del armario antes de dormir y sientes que alguien te mira fijamente.
Ayer, mi papá se compró un celular nuevo y puso el viejo en la caja, junto al cargador del teléfono nuevo. Salimos a un pueblo cercano a la ciudad y cuando volvimos, como es común en los smartphones después de apenas cinco horas, ninguno de nuestros celulares tenía batería. Cuando mi papá buscó la caja para sacar el cargador no pudo encontrarla.
Nos pasamos gran parte de la tarde y de la noche inventando explicaciones: se había quedado bajo un asiento del auto, en su trabajo y un largo etcétera. Yo no pude dormir. En parte por eso y en otra parte porque juro que escuchaba entre el goteo de la regadera a alguien en la sala. A veces pienso que todas esas cosas son producto de mi falta de sueño y de mi soledad. Cuando estoy sola por mucho tiempo empiezo a imaginar cosas, a escuchar ruidos, a obsesionarme con estupideces. Gracias a Dios no tomo café, no sé qué sería de mis nervios que de por sí son bastante sensibles.
Hoy, salí por la tarde del departamento a ver a mi mamá. El día transcurrió como cualquier domingo. Cuando llegué ya estaba oscuro y se escuchaba bastante ruido al otro lado del zaguán. Eran los vecinos, buscando a su gato.
Decidí ayudarlos –estaba de buenas, casualmente- y me mandaron a la zona común que, como es pequeña, no necesita mucha gente para cubrirla. Confieso que sentí algo de miedo al ver la casita, pero seguí de largo con la esperanza de encontrar al gato encaramado en la parrilla.
Cuando iba tentando con las manos el óxido de la parrilla, escuché un ruido, como cuando algo pesado choca contra las paredes de una caja. Volteé hacia la casita con el valor hecho trizas. Realmente no quería entrar ahí.
Me quedé inmóvil, como si el frío –vaya coincidencia climática- no me dejara moverme, como si tuviera los zapatos clavados al suelo empedrado. Un pensamiento entusiasta me dijo que no había nada por lo cual asustarse, en este mundo de hombres sólo hay que temerle a nuestros iguales.
Con los puños cerrados, caminé hasta la casita, ya silenciosa. Busqué con el tacto acompañado de la luz del celular la presencia de un gato que no conocía. Dibujé con las manos siluetas de mueblecitos plásticos por un rato que me pareció larguísimo.
De pronto, entre mis zapatos escuché otra vez ese ruido de ratón torpe chocando contra las paredes de una caja. Mi primera reacción fue patearlo. Pero fue como si mi pie chocara contra un ladrillo –quizá yo estaba débil por el miedo y todos mis músculos se negaban a responder-. Me agaché un poco para sentir ese rectángulo que parecía hierro. Me sorprendí al tocar una caja de cartón que abrí para encontrarme con un celular, un cargador y billetes arrugados. Cada centímetro de mi piel se erizó al sentir un beso helado en la frente al sonreír por el hallazgo. En el mismo momento el gato –que resultó estar ahí- soltó un maullido agresivo y salió disparado de la casita. Cerca de la puerta se volvió a quejar. Quizá, él, como yo, sintió que lo jalaban hacia adentro, percibió en el aire la risa de una niña.
No sé qué pasó en esa casa y no pretendo averiguarlo. No quiero conocer a mis vecinos. No busco la razón para explicar que los departamentos de los últimos pisos sigan deshabitados.