El Talismán - Primera parte- Capitulo 3
#1

capitulo 3: SPEEDY PARKER



1

Al día siguiente volvió a salir el sol... un sol fuerte y brillante que se extendió a capas sobre la playa llana y el trozo de tejado inclinado y rojo que Jack podía ver desde la ventana de su dormitorio. Una ola larga y baja en alta mar parecía endurecerse bajo la luz y enviaba una lanza de claridad directamente hacia sus ojos. Para Jack, esta luz era distinta de la de California; se le antojaba más tenue, más fría, quizá menos vigorizante. La ola se fundía con el océano tenebroso y cuando volvía a elevarse una cegadora franja de oro la cruzaba. Jack se apartó de la ventana. Ya se había duchado y vestido y el reloj de su cuerpo le indicó que ya era hora de dirigirse hacia la parada del autobús escolar. Las siete y cuarto. Sólo que hoy no iría a la escuela, ya nada era nor­mal y él y su madre vagarían como fantasmas a lo largo de otras doce horas. Ni horario ni responsabilidades ni deberes... Ningún orden ex­cepto el impuesto por las comidas.

¿Era hoy un día laborable? Jack se detuvo junto a la cama, un poco alarmado porque el mundo se había vuelto tan informe... no creía que fuera sábado. Evocó en su memoria el primer día abso­lutamente identificable que podía recordar y que era el domingo anterior. Contando desde entonces, hoy era jueves. Los jueves te­nía clase de informática con el señor Balgo y la primera actividad deportiva. Por lo menos, esto hacía cuando su vida era normal, una época que ahora, sólo unos meses después, le parecía irremisible mente perdida.

Se dirigió al salón y cuando tiró del cordón de las cortinas, la luz fuerte y brillante inundó la habitación, blanqueando los mue­bles. Entonces apretó la tecla del televisor y se dejó caer sobre el rígido sofá. Su madre tardaría por lo menos quince minutos más en levantarse, o tal vez más, teniendo en cuenta que había tomado tres copas con la cena la noche anterior.

Miró hacia la puerta del dormitorio de su madre. Veinte minutos después llamó con suavidad a la puerta. «¿Mamá?» Le contestó un pastoso murmullo. Jack abrió sólo una rendija y miró hacia dentro. Su madre levantó la cabeza de la almohada y escudriñó con los ojos entornados.

—Jacky. Buenos días. ¿Qué hora es?

—Alrededor de las ocho.

—Dios mío. ¿Tienes hambre? —Se incorporó, tapándose los ojos con las palmas de las manos.

—Más bien sí y estoy harto de esperar sentado. Quería saber

si tardarás en levantarte.


—Creo que sí. ¿Te importa? Baja al comedor y desayuna. Juega un poco en la playa, ¿quieres? Hoy tendrás una madre mucho mejor si la dejas quedar otra hora en la cama.


—Claro
—contestó Jack—. Está bien. Hasta luego.


La cabeza de ella ya descansaba otra vez sobre la almohada. Jack desconectó el televisor y salió de la habitación después de asegurarse que tenía la llave en el bolsillo de los vaqueros.


El ascensor olía a alcanfor y amoníaco; una camarera había dejado caer una botella. Las puertas se abrieron y el canoso con­serje le miró con el ceño fruncido y desvió la mirada con osten­tación. Ser hijo de una estrella de cine no te confiere una distin­ción especial, muchacho... y, ¿por qué no estás en la escuela? Jack cruzó el arco de madera del comedor —La Silla de Cordero— y vio hileras de mesas vacías en un espacio vasto y oscuro. Sólo estaban puestas unas seis. Una camarera vestida con blusa blanca y falda arrugada de color rojo le miró y desvió la vista. Una pareja de ancianos decrépitos estaban sentados a una mesa en el otro extremo de la sala; no había más comensales. Mientras Jack los miraba, el anciano se inclinó y cortó con naturalidad él huevo frito de su esposa en cuatro pedazos.


—¿Mesa para uno? —La mujer que tenía a su cargo La Silla de Cordero durante el día apareció a su lado y cogió un menú de un montón que había junto al libro de reservas.


—Lo siento, he cambiado de opinión. —Jack se escapó.


La cafetería del Alhambra, The Beachcomber Lounge, se ha­llaba al otro lado del vestíbulo, al fondo de un desolado pasillo flanqueado por vitrinas vacías. El apetito se le pasó al imaginarse solo ante la barra, contemplando al aburrido cocinero asar a la parrilla tiras de tocino ahumado. Esperaría a que su madre se le­vantara o, mejor aún, saldría a ver si podía comprarse un donut y un poco de leche en envase de cartón en una de las tiendas que encontraría por el camino.


Empujó la alta y pesada puerta del hotel y salió al sol. Por un momento, la luz repentina hirió sus ojos; el mundo era una su­perficie plana y cegadora. Jack guiñó los ojos, deseando haberse puesto las gafas de sol. Cruzó la terraza de ladrillo rojo y bajó los cuatro escalones curvados que conducían a la avenida principal de los jardines del hotel.


¿Y si ella moría?


¿Qué sería de él entonces, adonde iría, quién cuidaría de él si ocurría lo peor que podía pasarle y ella se moría, se moría definitivamente en aquella habitación de hotel?


Meneó la cabeza, intentando desechar aquel pensamiento antes de que el pánico al acecho surgiera de los formales jardines del Alhambra y le destrozara. No quería llorar ni permitir que aquello le sucediera... y tampoco quería pensar en los Tarrytoons y los kilos que ella había perdido ni recordar la sensación que a veces tenía de que su madre estaba indefensa y caminaba sin rumbo. Se puso a andar más de prisa y metió las manos en los bolsillos mientras saltaba a la avenida del hotel. Está huyendo, muchacho, y tú huyes con ella. Huyendo, pero, ¿de quién? ¿Y a dónde? ¿Aquí, sólo aquí, a este lugar abandonado?


Llegó a la calle ancha que bordeaba el litoral en dirección al pueblo y tuvo la impresión de que el paisaje vacío que se extendía ante él era un remolino dispuesto a succionarle y escupirle a un lugar negro donde la paz y la seguridad no habían existido nunca. Una gaviota sobrevoló la carretera vacía, describió una amplia curva y bajó en dirección a la playa. Jack la miró alejarse, con­vertirse en una mancha blanca sobre la silueta atormentada de la montaña rusa.


Lester Speedy Parker, un hombre de pelo gris lanudo y profun­dos surcos en las mejillas, estaba en alguna parte del Divertimundo y era a él a quien tenía que ver. Jack lo sabía con tanta claridad como que había oído la voz del padre de Richard.


Gritó una gaviota, una ola proyectó hacia él una intensa luz do­rada y Jack vio a tío Morgan y a su nuevo amigo Speedy como figuras casi alegóricamente opuestas, como si fueran estatuas del día y de la noche erguidas sobre sendas peanas: la oscuridad y la luz. Lo que Jack había comprendido en cuanto supo que a su padre le hubiera gustado Speedy Parker era que el ex guitarrista de blues carecía de maldad. En cambio, tío Morgan... era una persona completamente distinta. Tío Morgan vivía para los ne­gocios, para hacer tratos y estafar; y era tan ambicioso que en el tenis discutía cualquier pelota, aunque fuera apenas discutible; tan ambicioso, en realidad, que hacía trampas en los juegos de cartas en los que su hijo le animaba de vez en cuando a participar, a un penique la apuesta. Por lo menos, Jack creía que tío Morgan había hecho trampa en una o dos partidas... No era hombre para opinar que la derrota exigía amabilidad.


Noche y día, sol y luna, luz y oscuridad, y el negro era la luz en estas polaridades. Y cuando la mente de Jack llegó a este punto, todo el pánico contra el que había luchado en los jardines formales del hotel le amenazó de nuevo. Levantó los pies y echó a correr.



2

Cuando el chico vio a Speedy arrodillado frente al gris edificio de las arcadas envolviendo una gruesa cuerda con cinta aislante, inclinando la cabeza lanuda hasta casi tocar el malecón con el flaco trasero marcado por los gastados pantalones verdes de su indumentaria de trabajo y las suelas polvorientas de sus botas apoyadas sobre los dedos, como un par de tablas de surf en posición vertical— se dio cuenta de que no recordaba qué quería decir al guardián o si quería decirle algo. Speedy dio otra vuelta a la cuerda con la cinta aislante de color negro, asintió con la cabeza, se sacó una usada navaja del bolsillo de la camisa y cortó la cinta con precisión quirúrgica. De haber podido, Jack también habría huido de allí; estaba interrumpiendo el trabajo de aquel hombre y, en cualquier caso, era tonto pensar que Speedy pudiera ayudarle de algún modo. ¿Qué clase de ayuda podía prestar el viejo guarda de un parque de atracciones vacío?


Entonces Speedy volvió la cabeza y saludó la presencia del mu­chacho con una expresión de bienvenida cálida y total —más que una sonrisa, fue una intensificación de todos los surcos de su cara— y Jack supo que por lo menos no era un intruso.


—Viajero Jack —dijo Speedy—, ya empesaba a temer que hu­biera desidido no asercarte má a mí. Justo cuando nos hasíamo amigo. Me alegro de verte, hijo.


—Sí —respondió Jack—, yo también me alegro. Speedy se guardó la
navaja de metal en el bolsillo de la camisa e irguió su cuerpo largo
y huesudo tan fácil y atléticamente que
dio la impresión de ser ingrávido.


—Este lugar se está derrumbando a mi alrededor —observó—. Hago una pequeña reparación cada ves, lo sufisiente para que todo funsione más o menos como debiera. —Se paró a media frase, des­pués de examinar bien la cara de Jack—. Al pareser, el viejo mundo no é tan agradable como ante. Viajante Jack tiene un montón de preocupaciones, ¿no es eso?


—Sí, algo así —asintió Jack, pero aún no sabía cómo empezar a expresar las cosas que le preocupaban. No podían expresarse con frases corrientes, porque las frases corrientes hacían que todo pareciese racional. Uno... dos... tres; el mundo de Jack no se mo­vía a lo largo de estas líneas rectas. Todo lo que no podía decir era un peso en su interior.

Miró con tristeza al hombre alto y delgado que estaba ante él. Speedy tenia las manos metidas en los bolsillos; sus grandes cejas grises apuntaban hacia el profundo surco vertical que las separaba. Sus ojos, tan claros que casi eran incoloros, se desviaron de la estropeada pintura del malecón para cruzar su mirada con la de Jack, y de improviso éste se sintió mejor. No comprendía por qué, pero Speedy parecía capaz de comunicarle directamente cualquier emoción, como si no se hubieran conocido hacía sólo una semana, sino hacía años, y hubieran compartido mucho más que unas pocas palabras en una arcada desierta.


—Bueno, ya he trabajao batante por hoy —dijo Speedy, lan­zando una ojeada a la Alhambrada —. Si continúo, lo haré mal. Supon­go que no ha vito mi ofisina, ¿verdad? Jack negó con la cabeza.


—Es el momento de un pequeño refresco, muchacho. El momento justo.

Empezó a andar por el malecón a grandes zancadas y Jack corrió tras él. Cuando saltaron los escalones del malecón y empezaron a caminar por la hierba rala y la compacta tierra marrón hacia los edificios del otro lado del parque, Speedy sorprendió a Jack poniéndose a cantar.


Viajero Jack, viejo Viajero Jack, Tiene que recorrer un largo camino Y otro aún má largo para regresa.


No era exactamente una canción, pensó Jack, sino algo intermedio entre cantar y hablar. De no ser por las palabras, le habría gustado escuchar la voz tosca y confiada de Speedy.


El shico ha de recorrer un largo camino y otro aún má largo para regresa.


Speedy le guiñó un ojo por encima del hombro.


—¿Por qué me das este nombre? —le preguntó Jack—. ¿Por qué soy Viajero Jack? ¿Porque vengo de California?


Habían llegado a la taquilla azul pálido de la entrada al recinto de la montaña rusa y Speedy volvió a meter las manos en los bolsillos de sus anchos pantalones verdes, giró sobre sus talones y empujó con los hombros la pequeña valla de color azul. La eficiencia y rapidez de sus movimientos eran casi teatrales, como si supiera —pensó Jack— que él iba a formularle precisamente aque­lla pregunta.


Dise que viene de California Y no sabe que tendrá que volvé... cantó Speedy, con una emoción en el rostro esculpido y severo que se antojó casi triste a Jack.


—¿Cómo? —inquirió el muchacho—. ¿Volver? Creo que mi madre incluso vendió la casa... o la alquiló o algo parecido. No sé qué diablos intentas, Speedy.


Sintió alivio cuando Speedy no le contestó con su rítmica can­tinela, sino con voz normal:


—Apuesto algo a que no recuerda haberme conosido ante, Jack. ¿Verdad que no?

—¿Haberte conocido antes? ¿Dónde?


—En California... al meno, creo que fue ayí. Pero no epero que lo recuerde. Viajero Jack; fueron do minuto muy ocupado. Debió sé en... veamos... debió sé hase cuatro o cinco años, en mil nove-sientos setenta y sei.


Jack le miró con gran perplejidad. ¿Mil novecientos setenta y seis? Entonces tenía siete
años.


—Vayamos a mi pequeña ofisina —dijo Speedy, empujando el torniquete de la taquilla con la misma gracia ingrávida.


Jack le siguió en torno a los enormes soportes de la montaña rusa; sombras negras como diagramas de tres en raya se entre­cruzaban en la tierra estéril y polvorienta salpicada de latas de cerveza y envolturas de golosinas. Los rafles de la montaña rusa pendían sobre sus cabezas como un rascacielos inacabado. Jack vio que Speedy se movía con la soltura de un jugador de baloncesto, la cabeza alta y los brazos colgando. El ángulo de su cuerpo, su postura en las tinieblas enrejadas bajo los soportes, parecía muy joven, como si Speedy sólo tuviera veintitantos años.


Entonces el guarda salió de nuevo a la brillante luz del sol y cincuenta años más encanecieron su cabello y surcaron su nuca. Jack hizo una pausa al llegar a la hilera final de soportes, como intu­yendo que el ilusorio rejuvenecimiento de Speedy Parker era la clave de que las fantasías estaban muy cerca de ellos, acechándoles.


¿Mil novecientos setenta y seis? ¿En California? Jack siguió a Speedy, que se dirigía hacia un minúsculo cobertizo de madera pintada de rojo, adosado a la alambrada del otro extremo del par­que de atracciones. Estaba seguro de no haber conocido a Speedy en California... pero la presencia casi visible de sus fantasías le ha­bía traído otro recuerdo específico de aquellos días, las visiones y sensaciones de un atardecer de sus seis años, Jacky, jugando con un taxi negro de juguete detrás del sofá de la oficina paterna... y de modo inesperado, su padre y tío Morgan hablando mágicamente de las fantasías. Tienen magia como nosotros tenemos la física, ¿entien­des? Una monarquía agrícola, que usa la magia en lugar de la ciencia. Sin embargo, ¿puedes imaginarte la tremenda influencia que esgrimiríamos si les diéramos electricidad? ¿Si lleváramos las armas modernas a los tipos claves? ¿Tienes una idea?


Espera un momento, Morgan. Tengo un montón de ideas que a tí por lo visto no se te han ocurrido.


Jack casi podía oír la voz de su padre y el peculiar e inquietan­te reino de la fantasía pareció surgir en el erial umbroso que había debajo de la montaña rusa. Empezó a correr detrás de Speedy, que había abierto la puerta del pequeño cobertizo rojo y se apoyaba en ella, sonriendo sin sonreír.


—Algo te rueda por la cabeza, Viajero Jack. Algo te sumba en ella como una abeja. Entra en mi suite de ejecutivo y cuéntamelo todo.


Si la sonrisa hubiera sido más amplia, más evidente, Jack habría dado media vuelta y echado a correr: el espectro de la mofa se ha­llaba aún humillantemente cerca. Pero toda la persona de Speedy parecía expresar un interés genuino —el mensaje de los surcos profundizados de su rostro— y Jack pasó por delante de él y cruzó el umbral.

La "oficina" de Speedy era un pequeño rectángulo de tablones —del mismo rojo que el exterior— sin mesa ni teléfono. Dos cajas de naranjas apoyadas boca abajo contra una de las paredes latera­les flanqueaban un radiador eléctrico desenchufado que se pare­cía a la parrilla de un Pontiac de los años cincuenta. En el centro, una silla de respaldo redondo hacía compañía a un sillón demasiado relleno, tapizado con una descolorida tela gris.


Los brazos del sillón daban la impresión de haber sido araña­dos por las garras de varias generaciones de gatos: sucios jirones de relleno caían sobre el asiento como pelo; en el respaldo de la silla se veía un complicado dibujo de iniciales grabadas. Muebles de tra­pero. En uno de los rincones había dos ordenadas pilas de libros de bolsillo y en otro la tapa cuadrada de cocodrilo falso de un tocadis­cos barato. Speedy indició el radiador y dijo:


—Ven en enero o febrero, mushasho, y sabrá por qué tengo eso. Hase un frío... Brrrr. —Pero Jack miraba las fotografías pegadas a la pared sobre el radiador y las cajas de naranjas.


Todas menos una eran desnudos recortados de revistas para hombres. Mujeres con pechos grandes como sus cabezas se apoyaban en incómodos troncos de árbol con las fuertes piernas abiertas. Sus caras se antojaron a Jack a la vez fascinantes y rapaces, como si aquellas mujeres fueran capaces de arrancarle trozos de piel después de besarle. Algunas no eran más jóvenes que su madre, mientras otras aparentaban una edad no muy superior a la suya propia. Los ojos de Jack se pasearon por esta necesaria carne; toda, la joven y la menos joven, sonrosada, color de chocolate o amarilla como la miel, pare­cían ansiar su contacto,y Jack fue muy consciente de que Speedy Par-ker estaba detrás de él, observándole. Entonces vio el paisaje en medio de las fotografías de desnudos y durante un segundo probablemente se olvidó de respirar.


Era asimismo una fotografía, que también parecía proyectarse ha­cia él, como si fuera tridimensional. Una larga llanura de hierba de un verde especial, melancólico, se extendía hacia una cordillera baja casi a ras del suelo. Sobre la llanura y las montañas, el cielo tenía una pro­funda transparencia. Jack casi podía oler la frescura de este paisaje. Conocía aquel lugar. Nunca había estado allí en la realidad, pero lo había visto. Era uno de los lugares de las fantasías.


—Llama la atención, ¿verdad? —dijo Speedy, y Jack recordó dón­de estaba. Una mujer eurasiana, de espaldas a la cámara, sacaba un trasero en forma de corazón y le sonreía por encima del hombro. Sí, pensó Jack—. Un lugar muy bonito —continuó Speedy—. Lo he puesto yo. Toda esta chica ya estaba cuando vine y no tuve való para arrancarla de la
pared. En cierto modo, me recuerdan lo viejo tiempo, cuando iba por
esa carretera.


Jack miró a Speedy, sobresaltado, y el viejo le guiñó un ojo.


—¿Conoces ese lugar, Speedy? -le preguntó—. Quiero decir, ¿sa­bes dónde está?


—Quisa sí, quisa no. Podría sé África... alguna parte de Kenya. O podría existí sólo en mi memoria. Siéntate, Viajero Jack. Ocupa el sillón, que es mas cómodo.


Jack movió el sillón para poder seguir viendo la foto del lugar de las fantasías.


—¿Es eso África?


—Podría está mucho más cerca, má asequible para nosotro, de mo­do que cualquiera pudiese sí cuando se le antojara; es desir, cuando nesesitara musho verlo.


Jack se dio cuenta de repente de que estaba temblando desde hacía rato. Cerró los puños y sintió que el temblor se le trasladaba al estómago.


No estaba seguro de querer ir alguna vez al lugar de las fanta­sías, pero dirigió a Speedy
una mirada inquisitiva. Este se había aco­modado en la silla redonda.


—No está en ninguna parte de África, ¿verdad?


—Bueno, no lo sé. Es posible que no. Yo le he encontrao un nom­bre, muchacho. Lo llamo lo Territorio.


Jack volvió a mirar la fotografía, la larga y surcada llanura, las montañas bajas y marrones. Los Territorios. Estaba bien; aquel era su nombre.


Tienen magia como nosotros tenemos la física, ¿entiendes? Una monarquía agrícola... armas modernas a los tipos clave... Tío Morgan tramando algo y su padre interrumpiéndole, frenándole:

Hemos de tener cuidado con el modo de entrar allí, socio... Recuerda que estamos en deuda con ellos, realmente en deuda...


—Los Territorios— repitió ahora, saboreando el nombre en la boca además de formulando una pregunta.


—Un aire como el mejó vino de la bodega de un hombre rico. Una yuvia fina. Ése é el luga, hijo.


—¿Has estado allí, Speedy? —preguntó Jack, esperando con fervor una respuesta afirmativa.


Pero Speedy le decepcionó, tal como Jack se había temido. El guarda le sonrió y esta vez fue una sonrisa verdadera, no una oleada de calor del subconsciente. Al cabo de un momento añadió:


—Ni habla, no he etado nunca fuera de Etado Unido, Viajero Jack. Ni siquiera durante la guerra. Nunca pasé de Texa y Ala-bama.


—¿Cómo conoces los... Territorios? —El nombre empezaba ya a salirle con fluidez.


Los hombres como yo oyen toda clase de hitoria. Hitoria sobre loro bicéfalo, hombre que vuelan con a la propia, hombre que se convierten en lobo, hitoria sobre reina. Reina enferma.


...magia en vez de física, ¿entiendes?


Ángeles y hombres lobos.


—He oído historias sobre hombres lobos —dijo Jack—. Están incluso en las tiras cómicas. Esto no significa nada, Speedy.


—Probablemente no, pero he oído decí que si un hombre arran­ca un rábano del suelo, otro hombre situao a un kilómetro de dis-tansia puede persibí el oló de ese rábano... de tan dulse y limpio que é el aire.


—Pero ángeles...


—Hombre alado.


—Y reinas enfermas —continuó Jack, como si fuera un chiste (vamos, hombre, fe has inventado un lugar muy tonto, barren­dero). Pero en el instante en que lo dijo, se sintió él mismo enfermo. Recordó el ojo negro de una gaviota mirándole fijamente con su propia mortalidad mientras estiraba la carne de la almeja:

y pudo oír al tramposo y ambicioso tío Morgan preguntar si Jack quería llamar al teléfono a la reina Lily.


Reina de las B. La reina Lily Cavanaugh.


—Sí —contestó Speedy con voz suave—. Problema por toda parte, hijo. Una reina enferma... quisa moribunda. Moribunda, hijo. Y un mundo o do eperando ahí fuera, operando a vé si alguien puede salvarla.


Jack le miró boquiabierto, como si el guarda acabara de pro­pinarle un puntapié en el estómago. ¿Salvarla? ¿Salvar a su ma­dre? El pánico volvió a invadirle... ¿cómo podía salvarla? ¿Y sig­nificaba toda esta charla insensata que de verdad su madre estaba moribunda en aquella habitación?


—Tiene una tarea, Viajero Jack —le dijo Speedy—, una tarea que no te soltará, palabra del Señó. Ojalá no fuera así.


—No sé de qué hablas —exclamó Jack. Parecía tener el aliento atrapado en una pequeña bolsa situada en el cogote. Miró hacia otro rincón de la pequeña habitación roja y en las sombras vio una vieja guitarra apoyada contra la pared. Al lado había un delgado colchón enrollado como un tubo; Speedy dormía junto a su gui­tarra.


—Es extraño —añadió Speedy—. Hay momento, ya sabe a qué me refiero, en que uno sabe má de lo que cree sabe. Infinitamente
mas.


—Pero no sé... —empezó Jack y enmudeció de repente. Acababa de recordar algo. Ahora estaba aún más asustado: otro retazo del pasado acababa de asaltarle, exigiendo su atención. Al instante se quedó bañado en sudor, con la piel muy frío, como si le hubieran mojado con un aspersor. Este recuerdo era el que había pugnado por desechar ayer por la mañana, cuando estaba frente a los ascensores, fingiendo que no tenía la vejiga a punto de explotar.


—¿No había disho que ya era hora de toma un pequeño re-freco? —preguntó Speedy, agachándose para levantar un listón suelto del suelo.


Jack vio de nuevo a dos hombres de aspecto corriente que in­tentaban subir a su madre a un automóvil. Un árbol gigantesco rozaba con el encaje de sus frondas el techo del vehículo.


Speedy extrajo despacio una botella de medio litro del hueco entre los listones. El vidrio era verde oscuro y el líquido que con­tenía parecía negro.


—Esto te ayudará, hijo. Un pequeño trago é todo lo que nese-sitas... Te enviará a nuevo lugar y te ayudará a inisiar la tarea de que te he hablo.


—No puedo quedarme, Speedy —exclamó Jack, con una prisa desesperada por volver al Alhambra. El viejo reprimió visible­mente su expresión de sorpresa y volvió a guardar la botella bajo el listón del suelo. Jack ya se había puesto en pie—. Estoy preo­cupado.


—¿Por tu madre?

Jack asintió, retrocediendo hacia la puerta abierta.


—Entonces será mejó que te tranquilises, yendo a comprobá si etá bien. Puede volvé aquí siempre que quiera. Viajero Jack.


—De acuerdo —dijo el muchacho y vaciló antes de marcharse corriendo—. Creo... creo que recuerdo donde nos conocimos antes.


—No, no, mi serebro se confundió —dijo Speedy, moviendo la cabeza y agitando los brazos hacia delante y hacia atrás—. Tenía razón tú; no no habíamo conosido ante de la semana pasada. Vuelve al lado de tu madre y tranquilísate.


Jack salió de un salto y corrió bajo la luz carente de dimensión hacia la gran arcada que conducía a la calle. En la parte superior vio las letras euqrap de senoiccarta, aidacra dibujadas contra el cielo; por las noches, unas bombillas coloreadas proyectaban el nombre del parque en ambas direcciones. El polvo se arremolina­ba entre sus zapatillas. Jack se daba impulso contra sus propios músculos, obligándolos a moverse más y con más fuerza, de modo que cuando cruzó el arco, casi le parecía estar volando.


Mil novecientos setenta y seis. Jack paseaba por Rodeo Drive una tarde de... ¿junio, julio?... una tarde cualquiera de la estación seca, pero antes de aquella época del año en que todos empezaban a preocuparse de los incendios forestales. Ahora ya no recordaba siquiera adonde se dirigía. ¿A casa de un amigo? No se trataba de ningún recado urgente. Jack recordaba que había llegado a un punto en que ya no pensaba en su padre en todos los mo­mentos de ocio; durante muchos meses después de la muerte de Philip Sawyer en un accidente de caza, su sombra, su pérdida per­siguió a Jack a una velocidad palpitante cuando el muchacho es­taba menos preparado para resistirla. Jack sólo tenía siete años, pero sabía que le habían robado una parte de su infancia —ahora se veía a sí mismo a seis años como un niño increíblemente ingenuo y atolondrado— y aprendió a
confiar en la fuerza de su madre. Amenazas salvajes e informes ya no parecían acechar en los rincones oscuros, armarios semicerrados, calles en penum­bra y habitaciones vacías.


Los sucesos de aquella ociosa tarde de verano de 1976 habían destrozado aquella paz temporal. Después, Jack durmió con la luz encendida durante seis meses; las pesadillas perturbaban su sueño.


El coche cruzó la calle justo unas casas, más arriba de la de los Sawyer, blanca, de tres pisos y estilo colonial. Era un coche verde, lo único que Jack podía recordar de él, excepto que no era un Mercedes (el Mercedes era la única marca de automóvil que conocía de vista). El hombre que iba al volante bajó la ven­tanilla y sonrió a Jack. El primer pensamiento del muchacho fue que le conocía; era amigo de Phil Sawyer y quería saludar a su hijo. Esto se lo comunicó en cierto modo la sonrisa del hombre, que era natural, espontánea y familiar. Otro hombre se inclinó en el asiento de al lado y miró hacia Jack a través de unas gafas de ciego, redondas y tan oscuras que se antojaban negras. Este segundo hombre llevaba un traje enteramente blanco. El conduc. tor dejó que la sonrisa hablara por él un momento más y entonces interpeló a Jack:

—Chico, ¿sabes cómo se va al hotel Beverly Hills? Asi que era un forastero, después de todo. Jack sintió una ex­traña punzada de desengaño.

Señaló calle arriba. El hotel estaba al final, lo bastante cerca para que su padre pudiese ir a pie a los desayunos de trabajo en la Loggia.


—¿En esta misma calle? —preguntó el conductor, sin dejar de sonreír.

Jack asintió.


—Eres un chico muy listo —le dijo el hombre y el otro rió entre dientes—. ¿Tienes idea de lo lejos que está? —Jack nepó con la cabeza—. ¿Un par de manzanas, tal vez?


—Sí.
—Empezó a sentirse incómodo. El conductor aún sonreía. pero ahora la sonrisa parecía forzada, vacía y hueca. Y la risita del pasajero era húmeda, como si chupara algo mojado.


—¿Cinco, quizá? ¿O seis? ¿Qué dirías tú?


—Unas cinco o seis, supongo —contestó Jack, caminando hacia atrás.


—Bueno, te lo agradezco mucho, pequeño —dijo el conduc­tor—, Te gustan las golosinas, ¿verdad? —Sacó un puño por la ventana, le dio la vuelta y abrió los dedos- era un rollo de cho­colate—. Es para ti. Cógelo.


Jack se acercó, vacilante, oyendo en su interior las palabras de mil advertencias sobre desconocidos y golosinas. Pero este hombre aún estaba dentro del coche; si intentaba algo, Jack estaría a media manzana de distancia antes de que pudiera abrir la puerta. Y no aceptar parecía una muestra de mala educación. Se acercó otro paso y miró los ojos del hombre, que eran azules, brillantes y duros como su sonrisa. El instinto de Jack le instaba a bajar la mano y alejarse, pero aproximó la mano uno o dos centímetros más al rollo de chocolate y de repente alargó los dedos para cogerlo.


La mano del conductor agarró con fuerza la de Jack y el pasa­jero de gafas oscuras soltó una carcajada. Sorprendido, Jack fijó la mirada en los ojos del hombre que le retenía la mano y los vio cambiar —pensó que los veía cambiar— del azul al amarillo.


Pero después fueron amarillos.


El hombre del otro asiento abrió la puerta y dio corriendo la vuelta al coche por atrás. Llevaba una pequeña cruz de oro en la solapa del traje de seda. Jack hizo frenéticos esfuerzos para de­sasirse, pero el conductor, con su sonrisa hueca, no le soltaba.


—¡No!
—chilló Jack—. ¡Socorro!

El hombre de las gafas oscuras abrió la puerta trasera del lado de Jack.


—¡Ayúdenme! —gritó Jack.


El hombre que lo tenía agarrado por detrás empezó a bajarle para hacerle entrar por la puerta abierta. Jack intentó retroceder, sin dejar de chillar, pero el hombre, sin ningún esfuerzo, apretó más las manos. Jack se las golpeó y trató de abrirle un puño y en­tonces se percató, horrorizado, de que lo que tocaba con los dedos no era piel. Torció la cabeza y vio una zarpa o una garra. Volvió a gritar.

Desde más arriba de la calle sonó una voz estentórea:


—¡Eh, dejen de molesta al chico! ¡Eh, utede! ¡Dejen en pas al chico!

Jack suspiró de alivio y se retorció todo lo que pudo entre los brazos del hombre. Desde el extremo de la manzana corría hacia ellos un negro alto y delgado, gritando. El hombre que agarraba a Jack por detrás le soltó y rodeó corriendo el coche. La puerta de una de las casas se abrió a espaldas de Jack... otro testigo.


—Aprisa, aprisa —apremió el hombre que iba al volante, pisan­do ya el acelerador. El del traje blanco saltó al asiento y el coche cruzó Rodeo Drive en diagonal, con fuertes chirridos de neumáticos, casi chocando contra un Clenet largo y blanco conducido por un hombre bronceado que iba vestido para jugar a tenis. El claxon del Clenet resonó, furioso.


Jack se levantó de la acera, un poco mareado. Un hombre calvo que llevaba una sahariana de color crudo apareció a su lado y preguntó:


—¿Quiénes eran? ¿Sabes sus nombres? Jack negó con la cabeza.


—¿Cómo te encuentras? Deberíamos avisar a la policía.


—Necesito sentarme —dijo Jack, y el hombre retrocedió un paso.


—¿Quieres que llame a la policía? —preguntó, y Jack meneó la cabeza.

—No puedo creerlo —dijo el hombre—. ¿Vives cerca de aquí? Te he visto antes, ¿verdad?


—Soy Jack Sawyer. Mi casa está ahí, un poco más abajo.


—La casa blanca —asintió el hombre—. Eres el chico de Lily Cavanaugh. Te acompañaré, si quieres.


—¿Dónde está el otro hombre? —le preguntó Jack—. El negro, el que gritaba.


Se separó un poco, con pasos vacilantes, del hombre de la sa­hariana. Aparte de ellos dos, la calle estaba vacía.


Lester Speedy Parker había sido el hombre que corría hacia él. Speedy le había salvado la vida en aquella ocasión, comprendió ahora Jack, y corrió todavía más de prisa hacia el hotel.



3

—¿Has desayunado? —le preguntó su madre, expeliendo una nube de humo por la boca. Llevaba un pañuelo en la cabeza como un turbante y, sin la aureola de cabellos, su rostro se antojó a Jack huesudo y vulnerable. Una colilla muy corta se consumía entre el segundo y tercer dedo y cuando ella le sorprendió mirándola, la apagó en el cenicero del tocador.


—Ah, no, en realidad, no —contestó él, todavía en el umbral del dormitorio.


—Contesta sí o no —dijo ella, volviéndose hacia el espejo—. La ambigüedad me está matando. —La muñeca y la mano que sos­tenían el espejo para que Lily pudiera aplicarse el maquillaje eran delgadas como palillos.


—No
—respondió Jack.


—Bueno, espera un segundo a que tu madre se haya embelle­cido y te llevará abajo para que comas lo que más te apetezca.


—Está bien —dijo Jack—. Era deprimente estar allí solo.


—Vaya, como si tuvieras motivos para estar deprimido... —se inclinó hacia delante e inspeccionó su cara en el espejo—. Supongo que no te importaría esperar en el salón, ¿verdad, Jacky? Prefiero

-hacer esto sola. Secretos tribales.

Jack se volvió sin decir nada y entró en el salón. Cuando sonó el teléfono, dio un gran salto.


—¿Contesto yo? —gritó.


—Por favor —dijo la tranquila voz de su madre. Jack descolgó el auricular.


—Hola, chico, por fin os encuentro —dijo tío Morgan Sloat—. ¿Qué diablos le ha pasado por la cabeza a tu madre? Dios mío, podría ocurrir algo gordo aquí si alguien no empieza a cuidarse de los detalles. ¿Está contigo? Dile que tenemos que hablar... no me importa lo que diga, tengo que hablar con ella. Confía en mi, muchacho.


Jack permaneció con el auricular en la mano. Quería colgar, subir al coche con su madre y marcharse a otro hotel en otro estado. Pero no colgó, sino que dijo a gritos:


—Mamá, tío Morgan está al teléfono. Dice que tiene que hablar contigo.


Lily guardó un momento de silencio y Jack deseó poder verle la cara. Contestó por fin:


—Hablaré desde aquí, Jacky.


Jacky ya sabía lo que tenía que hacer. Su madre cerró con suavidad la puerta del dormitorio y en seguida la oyó volver al tocador y descolgar el teléfono. «Ya está, Jacky», le gritó y él gritó a su vez: «Vale.» Entonces se acercó el auricular al oído y cubrió la bocina con la mano para que nadie le oyera res­pirar.


—Magnífica actuación, Lily —dijo tío Morgan—, sensacional. Si todavía hicieras películas, podríamos ganar mucho dinero con esto. Algo como «¿Por qué ha desaparecido esta actriz?» Pero, ¿no crees que ya sería hora de que volvieras a portarte como una persona normal?


—¿Cómo me has encontrado? —preguntó ella.


—¿Crees que es difícil encontrarte? Dame una oportunidad, Lily, quiero que vuelvas cuanto antes a Nueva York. Ya es hora de que dejes de huir.


—¿Es esto lo que hago, Morgan?


—No te sobra exactamente el tiempo, Lily, y yo no tengo el suficiente para perderlo persiguiéndote por toda Nueva Ingla­terra. ¡Eh!, espera un momento. Tu chico no ha colgado el te­léfono.


—Claro que lo ha hecho.

A Jack se le había parado el corazón unos segundos antes.


—Deja de escuchar, muchacho —le dijo la voz de Morgan Sloat.


—No seas ridículo, Sloat —increpó su madre.


—Te diré qué es ridículo, señora mía. Esconderte en un rincón miserable cuando deberías estar en el hospital, esto sí que es ridículo. Dios mío, ¿es que no sabes que tenemos pendiente un millón de decisiones comerciales? También me preocupa la educación de tu hijo, maldita sea. Tú pareces haberla olvidado.


—No quiero seguir hablando contigo —dijo Lily.


—No quieres, pero has de hacerlo. Vendré y te meteré en un hospital, por la fuerza, si es necesario. Tenemos que llegar a varios acuerdos, Lily. Posees la mitad de la compañía que estoy intentando dirigir... y esta mitad será de Jack cuando tú faltes. Quiero asegurar el futuro de Jack. Y si crees que estás cuidando de él en ese condenado rincón de New Hampshire, es que estás más enferma de lo que te imaginas.


—¿Qué quieres, Sloat? —preguntó Lily con voz cansada.


—Ya lo sabes, quiero que todo el mundo reciba lo suyo. Quiero lo justo. Yo me cuidaré de Jack, Lily. Le daré cincuenta mil dólares al año; piénsalo, Lily. Le enviaré a un buen colegio. Tú ni siquiera te cuidas de que vaya a la escuela.


—El noble Sloat —dijo su madre.


—¿Consideras que esto es una respuesta? Lily, necesitas ayuda y soy el único que puede ofrecértela.


—¿Y cuál es tu tajada, Sloat? —preguntó su madre.


—Lo sabes muy bien, maldita sea. Yo recibo lo justo, lo que me pertenece. Tus intereses en Sawyer y Sloat... me he matado trabajando para esta compañía y tiene que pasar a mis manos.

Podríamos tener listos los documentos en una mañana, Lily, y entonces nos concentraríamos en cuidar de ti.


—Como cuidasteis de Tommy Woobdine —replicó ella—. A ve­ces pienso que tú y Phil tuvisteis demasiado éxito, Morgan. Sawyer y Sloat era más manejable antes de que hicierais inversiones in­mobiliarias y negocios de producción. ¿Recuerdas cuando sólo teníais un par de cómicos muertos de hambre y media docena de actores y guionistas en ciernes como clientes? Me gustaba más la vida antes de que llovieran los billetes.


—Manejable... ¿estás de broma? —gritó tío Morgan—. ¡Si ni siquiera sabes manejarte a ti misma! —Entonces hizo un esfuerzo por calmarse—. Y olvidaré que has mencionado a Tommy Wood-bine. Ha sido un golpe bajo incluso para ti, Lily.


—Voy a colgar, Sloat. No te acerques por aquí. Y no te acerques a Jack.


—Tú irás a un hospital, Lily, y esta huida de un lado a otro tiene que...


Su madre colgó a media frase de tío Morgan; Jack hizo lo pro­pio con su auricular y dio unos pasos hacia la ventana, como para no ser visto cerca del teléfono del salón. En el dormitorio cerrado reinaba el silencio.


—¿Mamá?
—llamó.


—¿Qué, Jacky? —Oyó un ligero temblor en su voz.


—¿Estás bien? ¿Va todo bien?


—¿Yo? Claro. —Sus pasos se aproximaron suavemente a la puerta, que se abrió una rendija. Los ojos de ambos se miraron, los azules de él y los azules de ella. Lily abrió la puerta de par en par y sus miradas volvieron a cruzarse durante un segundo de incómoda intensidad—. Claro que todo va bien. ¿Por qué habría de ir mal?


Dejaron de mirarse. Cierta clase de revelación había pasado entre ellos, pero ¿cuál? Jack se preguntó si ella sabría que había escuchado su conversación y en seguida pensó que la revelación que acababan de compartir era —por primera vez— el hecho de su enfermedad.


—Bueno —dijo, turbado de pronto. La enfermedad de su madre, aquel grande e inmencionable tema, adquirió un tamaño obsceno entre ambos—, no lo sé exactamente. Tío Morgan parecía... —Se encogió de hombros.


Lily se estremeció y Jack tuvo otra revelación. Su madre estaba asustada... por lo menos tanto como él.


Se puso un cigarrillo en la boca y abrió el encendedor mien­tras sus ojos profundos le dirigían otra mirada penetrante.


—No hagas ningún caso de ese rufián, Jack. Sólo estoy irritada porque tengo la impresión de que nunca podré deshacerme de él. A tu tío Morgan le gusta intimidarme. —Expelió una columna de humo gris—. Me temo que ya no tengo apetito para desayunar. ¿Por qué no bajas y tomas un buen desayuno esta vez?


—Ven conmigo.

—Me gustaría estar un rato sola, Jack. Intenta comprenderlo. Intenta comprenderlo. Confía en mi.


Estas cosas las decían los adultos cuando querían decir algo completamente distinto.


—Seré mejor compañera cuando vuelvas —anadió ella—. Te lo prometo.


Y lo que realmente decía era: Quiero gritar, no soporto más esta situación, ¡vete, vete!


—¿Quieres que te traiga algo?


Ella negó con la cabeza, sonriendo estoicamente, y Jack tuvo que abandonar la habitación, aunque tampoco tenía el estómago bien para desayunar. Enfiló el pasillo hacia los ascensores. Una vez más, sólo había un lugar adonde ir, pero en esta ocasión lo sabía antes de llegar al lúgubre vestíbulo presidido por el ceni­ciento y ceñudo conserje.



4

Speedy Parker no estaba en el pequeño cobertizo pintado de rojo que le servía de oficina; tampoco estaba en el largo malecón ni en la arcada donde los dos ancianos jugaban con la máquina como si fuese una guerra que ambos daban por perdida, ni en el polvoriento espacio bajo la montaña rusa. Jack Sawyer caminó sin rumbo bajo el sol ardiente, buscando en las avenidas vacías y en los desiertos lugares públicos del parque. El miedo era como un nudo en la garganta. ¿Y si le había ocurrido algo a Speedy? Era imposible, pero, ¿y si tío Morgan había averiguado algo de Speedy (averiguado ¿qué?) y había...? Jack vio mentalmente la camioneta niño salvaje tomando una curva a toda velocidad, ha­ciendo chirriar las marchas y lanzándose como una exhalación.


Se puso en movimiento, sin saber apenas qué dirección tomar. En su alarmado estado de ánimo, vio a tío Morgan correr ante una hilera de espejos distorsionantes que le prestaron una serie de si­luetas deformes y monstruosas. Le salieron cuernos de la calva, apareció una joroba entre sus carnosos hombros y sus dedos an­chos se convirtieron en palas. Jack torció de improviso hacia la derecha y se encontró caminando hacia un extraño edificio casi redondo, hecho con tablas blancas y estrechas como listones.


Oyó súbitamente un rítmico martilleo que procedía del interior. El muchacho corrió hacia el sonido: una llave golpeando una tubería, un martillo aporreando un yunque, el ruido de una herra­mienta de trabajo. Entre los listones encontró un pomo y abrió la frágil puerta.


Jack entró en una oscuridad rayada y el sonido aumentó de volumen. Las tinieblas cambiaron de forma a su alrededor y alte­raron sus dimensiones. Extendió las manos y tocó una lona, que se deslizó hacia un lado, y al instante una luz amarillenta iluminó el lugar.


—Viajero Jack —dijo la voz de Speedy.


Jack se volvió hacia la voz y vio al guarda sentado en el suelo junto a un tiovivo parcialmente desmontado. Tenía en la mano una llave inglesa y delante de él, un caballo blanco de esponjosas crines, atravesado por un largo palo de plata en medio de la barriga. Speedy dejó la llave en el suelo.


—¿Está dispuesto a habla ahora, hijo? —preguntó.



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